Fredy Cancino
Posible y deseable, porque en nombre de altos valores de liberación se han hecho revoluciones que, fatalidad o burla de la historia, han terminado en desastres económicos, nuevas opresiones y peores surimientos para los pueblos que se quería emancipar.
El socialismo reformista, en cambio, representa un filón de pensamiento y acción política que ha contribuido a cambiar poderosamente el mundo en el último siglo. Al reformismo de inspiración socialista debemos, entre otras conquistas, la educación pública obligatoria, la asistencia sanitaria, la previsión social, las avanzadas legislaciones laborales, las libertades ampliadas, todas como tareas y compromisos del Estado moderno.
No resulta, pues, sorprendente si en otras latitudes la idea reformista goza de un prestigio y un respeto político desconocido en nuestra región, en la cual sus países de tanto en tanto son fascinados por populismos y nacionalismos que conducen a nuevas decepciones y fracasos. Es que la historia del reformismo socialista, o sea de una política capaz de hacer las cuentas con la complejidad de las sociedades y las democracias modernas, y producir progreso, es una historia de avances y retrocesos, de errores y limitaciones, pero esencialmente de éxitos. Las derechas que en los países avanzados acceden democráticamente al gobierno, no logran (como querrían) desmantelar el Estado social construido por los socialistas democráticos de esas naciones.
Pero el reformismo no es una etiqueta para cualquiera, en especial para la derecha, pues su cultura es genéticamente extraña a las grandes reformas. Es la cultura de izquierda la que se propone corregir la realidad, cambiar los ordenamientos políticos y sociales, aceptando la idea “militante” de pertenecer a la voluntad colectiva de transformar para mejor el mundo. En la derecha, en cambio, prevalece una cultura que se propone conocer y describir la realidad, profundizarla, quizás mejorarla, pero que no se plantea el problema de transformarla. La conservación del orden y de odiosos privilegios es su idea rectora.
El reformismo socialista no se da si falta la voluntad y la determinación moral de dejar el mundo un poco mejor y posiblemente más justo que el mundo que se heredó. Quien reduce, entonces, el reformismo a un simple método de cambios parciales, entrega una bandera a la derecha y obliga a la izquierda a jugar a la defensiva o a ser eternamente denunciataria, testimonialmente presente pero políticamente ineficaz. ¿Qué quedaría del socialismo chileno si acepta la idea de que izquierda y derecha pueden competir en el terreno del reformismo, como fue la pretensión de Piñera durante su gobierno? El socialismo se desdibujaría perdiendo identidad y nitidez ante la sociedad y ante los electores. Por el contrario, a la derecha debe recordársele cotidianamente que ella es incapaz —estructuralmente— de jugar en el área de las grandes reformas, porque perdería parte de su propia identidad cultural y política, ni que decir de su poder económico.
Por esto, el reformismo socialista es hoy la respuesta más viable, responsable y eficaz al mercado desenfrenado, no las fanfarrias obsesivas de quienes siguen hurgando respuestas (o consignas) en el recetario ortodoxo y plagado de lugares comunes de la izquierda revolucionaria, populista o nacionalista, que ha cosechado y cosecha tantos fracasos en América Latina, siempre trayendo la “buena nueva”, pero al final los viejos y conocidos padecimientos a los pueblos de la región, que luego son los únicos que pagan los raptus de sus inspirados líderes, o más bien caudillos. Los ricos siempre se salvan de los experimentos de los mesías revolucionarios.
La globalización tiende a imponer el mercado como único dominador de la escena mundial. Pero la fuerza ciega del mercado no será capaz de gobernar las sociedades que en el mundo reclaman justicia y más igualdad, valores permanentes del socialismo. El mundo global requiere más gobierno político que el mundo anterior, pues si se confían los gobiernos a las solas fuerzas del mercado crecerán aún más los millones de personas excluidas del bienestar del trabajo, de la salud, la educación y una vejez digna y humana. El Estado social erigido por la socialdemocracia, aún con todos sus límites, es una garantía frente a ese panorama, y aún tiene validez política e ideal. Esa es la agenda que quiere proseguir con más decisión el gobierno de Bachelet, senda que justamente despierta tanta esperanza entre los chilenos.
El reformismo socialista chileno de hoy se mueve en un terreno conocido de siempre: el de la democracia y las libertades públicas, los valores que fueron el marco de Allende, el socialista que defendió arma en puño la democracia republicana de la época, como lo demostró en la imagen que recorrió el mundo y que hoy forma parte de la historia visual de Chile. Razón había en llamar (despectivamente) “reformista” a Allende, sólo que al final muchos comprendimos que no era una descalificación: era un halago a su inteligencia política. Ante la embriaguez temporal del leninismo que aquejó al socialismo chileno a fines de los años Sesenta, ideas totalmente ajenas a la tradición democrática de su propia historia, hubo sectores que custodiaron la tradición democrática del socialismo, como el propio Allende, cuya vía chilena al socialismo en fin de cuentas era un proyecto de reformas profundas en el marco institucional de las libertades democráticas, colectivas y personales.
Han transcurrido décadas desde aquella experiencia, y no en vano. El PS recuperó la inspiración democrática de sus fundadores en el fatigoso esfuerzo de rescate y renovación de los años Ochenta. Hoy, el socialismo se concibe indisolublemente ligado a la democracia, valor permanente y a salvo de los ímpetus revolucionarios y populistas que a veces lo ponen en discusión, confundiendo el sistema de gobierno democrático, (“El peor de los sistemas, a excepción de todos los demás”, decía Churchill) con los desastres e injusticias del capitalismo desaforado de hoy.
Las bases y los actores del reformismo moderno no se agotan en los límites de la izquierda histórica, ni tampoco terminan en los confines del socialismo chileno. En Chile ha habido y hay importantes vocaciones de reformismo social que van desde el siglo XIX, hasta las inspiraciones republicanas, laicas y del cristianismo progresista que han llevado a cabo grandes transformaciones y modernizaciones en el país, venciendo los conservadurismos de cada época. A ese filón, el socialismo debe aportar su propia voluntad de cambio social junto a sus vigentes valores de igualdad y libertad.
El socialismo reformista y democrático no renuncia a la crítica al capitalismo, sobre todo a la avidez opuesta a la acumulación, se mueve y actúa en el marco de esa visión crítica para lograr mayores estados de bienestar, seguridad y justicia para el mundo del trabajo. Cada uno en su intimidad podrá suspirar por modelos “finales” de socialismo, y legítimamente los conversará y diseminará en los anhelos de todos. El socialismo democrático hace suyos esos sueños, pero su tarea es lograr mayor felicidad y justicia para todos y no sólo para un puñado de privilegiados, pero aquí y ahora.
Cierto, los objetivos inmediatos y mediatos del socialismo democrático y reformista chileno, expresados en el gobierno de Michelle Bachelet que comienza. no son espectaculares ni mueven a pasiones, escalofríos ni fanatismos, pero al final irán modelando un Chile con miles de salas cunas, de aulas educacionales con acceso para todos, con mayor seguridad en la vejez, con una mejor y digna cobertura sanitaria, con más normas de protección laboral para hombres y mujeres, con un estado que detenga el abuso cotidiano; todo ello sin renunciar a un firme y seguro crecimiento económico. Un país más próspero y mejor para los trabajadores y los excluidos de siempre. Disculpen si esto parece poco.
Una pena que el reformismo del presidente Allende tambien terminara en una catastrofe. Tengan fe en la juventud y escondanse en los cuarteles de invierno. Somos una generacion perdedora, me incluyo, hay que asumirlo.