La rebelión de la calle: reflexiones desde la posmodernidad

Marcha Chile

Lorenzo Agar Corbinos
Doctor en Sociología

Georg Simmel, connotado sociólogo alemán quien junto con Max Weber releva la importancia de la interacción subjetiva entre los individuos en la conformación social. Caracteriza agudamente en los albores del siglo XX los distintos círculos que rodean la vida en comunidad. Desde esa lectura puede desprenderse que uno de los logros de la modernidad fue el potenciar los círculos intermedios para hacer el puente de acción entre la ciudadanía y los poderes de gobierno superiores: es decir la democracia. En la posmodernidad ha comenzado a primar los círculos extremos de pertenencia y eso podría provocar el debilitamiento de la democracia paradojalmente cuando hay más información, más educación y más conciencia de la importancia de esta forma de vida. Es en los círculos íntimos, ligado a lo afectivo, a las tribus urbanas, comunidades emocionales que surgen por doquier en nuestros tiempos, que debemos colocar mucha más atención de lo habitual y abrirnos a análisis en clave más comprensiva que racionalista o positivista.

En esa misma línea Michel Maffesoli refiere al concepto de cenestesia social la cual permite que perduren los conjuntos sociales a pesar de las incoherencias, las vicisitudes y catástrofes, a pesar de las matanzas y los crímenes que marcan con regularidad la historia. Dice este autor que hay una especie de resistencia orgánica que asombra. Esta resistencia no es forzosamente activa; se puede imaginar que tiene su fuente en las representaciones, en lo imaginario que no tiene nada de riguroso pero que estructura a una comunidad como tal.

Estamos asistiendo en muchas sociedades, de distintos niveles de desarrollo y tipos de organización social, la manifestación de nuevas forma de insurrección social, con expresiones múltiples y cada vez más variadas e imaginativas. Estamos viendo un tanto pasmados en nuestra incredulidad una indignación difusa cuyos objetivos no responden a reivindicaciones estrictamente materiales mas tampoco puramente ideológicas. La violencia se muestra con su expresión física y también con una expresión de odiosidad contra lo instituido, el tipo de relaciones sociales e interpersonales vigentes y por cierto en contra de una gobernabilidad muchas veces abusiva con un mercado que opera de manera implacable en contra de las personas.

Es necesario reflexionar sobre lo impensable, sobre aquello que creíamos impenetrable desde lo no-racional. Pensar el no-racional está muy lejos de ser irracional. El gran fantasma de la asepsia social ha pretendido expulsar la sombra que roe el cuerpo individual y colectivo. El análisis, en términos de contrato social, de ciudadanía, de ideal democrático, ha sido incapaz de explicar los estallidos de pasión y emociones tribales. La protesta en muchos países y por cierto en Chile corresponde, qué duda cabe, a una sociedad que ha progresado en la adquisición de bienes materiales y en empoderamiento ciudadano. El desarrollo de Chile en las últimas décadas – el país de mayor nivel de desarrollo humano de la Región – ha generado nuevas expectativas. La clase media es cada vez más amplia y tiene legítimas expectativas de avanzar en grados de igualdad y de libertades que generaciones pasadas ni siquiera soñaban.

Es urgente hacerse cargo de esta nueva realidad que se asienta más bien en subjetividades y nuevos tipos de interacción social entre las personas, los grupos – o tribus – que aparecen a raudales como consecuencia de la visibilización de diversidades. La socialidad, que reivindica las relaciones personales y comunitarias desde lo afectivo, no debe desdeñarse en nuestro análisis político. De ser así el riesgo de comprender una sola cara de la moneda es más que evidente.

La sociedad líquida, como bien la define Zigmunt Bauman, consiste en percibir la posibilidad de una modernidad 2.0 que se escapa como agua entre los dedos. En las décadas de desarrollo posteriores a la segunda guerra mundial el individuo encuentra tierra firma donde moverse, actuar y relacionarse con los demás. Ahora, en la posmodernidad, lo líquido está presente en todas las esferas de nuestra vida y en consecuencia la relación con lo material se entrecruza con aspiraciones ambiguas cuyo sentido trascendente descansa en la incertidumbre del futuro y en la reclamación por un presente de mejor calidad. El presentismo en la posmodernidad se impone sobre el futurismo de la modernidad. La posmodernidad es entendida por Michel Maffesoli como una energía potente que reúne sinérgicamente el reencantamiento por formas arcaicas de la vida social junto con loa fascinación por los avances tecnológicos y comunicacionales derivados de la modernidad.

Nos preguntamos pues: ¿se repite la historia? Lo cierto es que en largos períodos, ella nos refresca la memoria, en particular recordándonos que el mal es inherente a nuestra pobre naturaleza humana. Max Weber, incitando a meditar la enseñanza de Nietzsche y previamente la de «Las flores del mal” de Baudelaire, muestra claramente que, en el momento de instaurarse el orden racional moderno, una cosa puede ser “verdadera” aunque no sea ni bella ni buena. El sentido común sabe también, a su manera, que el infierno está plagado de buenas intenciones.

Tal lucidez, que parece faltar en los observadores sociales, adquiere una convicción incluso más grande en una época donde se acaba la modernidad y surge en todo esplendor lo que podemos definir como Posmoderno. Ellos ven caer “sorprendidos” sobre sus cabezas el trueno que no habían previsto. Terrorismo suicida, guerras tribales de distintos índoles y, en nuestro entorno urbano, en nuestro vecindario, insurrección latente y manifiesta, con expresiones múltiples y cada vez más variadas e imaginativas. La violencia se muestra con su expresión física y también con una expresión de odiosidad contra lo instituido y contra el tipo de relaciones sociales e interpersonales vigentes.

Frente a este regreso de lo trágico, es posible continuar con los ojos cerrados, es posible también desentenderse de la ruidosa sublevación que se inicia en todas partes. O bien, asustado, taparse medrosamente la cara frente al regreso de lo bárbaro. Esto no impide que dicho regreso sea evidente. Nuestra tarea es, pues, aprender a reflexionar desde lo no-racional sobre todo aquello que solamente creíamos poder explicar a la luz de los paradigmas racionalistas.

Eso no se realizará profesando los encantamientos racionalistas que se han transformado en las “doxa” intelectuales. Contrariamente al conformismo de las opiniones comunes, pensar el no-racional está muy lejos de ser irracional. Todo lo contrario. Quizá esto corresponda a las flores del mal posmodernas (este “verdadero” que no es ni bueno, ni bello). ¿Existe un regreso con fuerza de lo que continuamente se ha negado? Imaginario de todo orden, “ilusiones” religiosas, creencias diversas, sentimiento de pertenencia comunitario y otros fenómenos emocionales. Cosas que escapan a la lógica mecánica de un social dominado por la razón instrumental.

Se puede ciertamente preferir una sociedad dirigida bajo el ideal democrático, el del contrato libremente consentido. Pero esa moral del “deber ser” ha amputado el cuerpo social, de una manera drástica y totalitaria, de otras dimensiones humanas como son lo onírico, lo lúdico, los imaginarios colectivos o el deseo de vibrar juntos sin un objetivo concreto.

Estas dimensiones se están cobrando revancha. Una revancha salvaje, sanguinaria. La exclusión de lo que era considerado como un “mal” conduce de hecho a su exacerbación. Un “mal” que no es tratado con dosis homeopáticas tiende a contaminar a todo el cuerpo social. Al mismo tiempo, el universalismo de los valores elaborado minuciosamente en un pequeño rincón del mundo, universalismo occidental que tuvo su eficacia durante la era moderna, se ve desacomodado cuando resurgen los mitos característicos de las tradiciones locales, enraizadas en los particularismos nuevamente presentes, muy a pesar de las «ideas» globalizadoras. Se observa con claridad que mientras más se intenta globalizar con una fuerza similar o incluso mayor resurgen las particularidades culturales. Y también puede aplicarse esta misma secuencia de acción para los individuos y sus relaciones humanas.

El gran fantasma de la asepsia social, llevando a la fantasía del “riesgo cero”, ha pretendido expulsar la sombra que roe el cuerpo individual y colectivo. El objetivo es siempre el mismo: erradicar la aventura, lo imprevisible, lo animal dentro lo humano. Temer a todo y sobre todo a su propia sombra. El orden abstracto lleva siempre a un tipo de sociedad donde la seguridad y el bienestar se pagan con la certeza de morirse de aburrimiento.

Emanan de allí, las rebeliones juveniles, el desinterés hacia lo político, las violencias inusitadas, las creencias arcaicas, los simbolismos diversos, los integrismos y fanatismos de todos tipos, que vuelven a tomar fuerza y vigor, sorprendiendo las buenas intenciones del moralismo ambiente. Empero, al mismo tiempo, esos fenómenos son la expresión de una vitalidad reencontrada.

Aunque esta comparación pueda aparecer como chocante, existe en las efervescencias musicales, en los actos sociales y deportivos masivos, en las manifestaciones anti-globalización, así como en la indiferencia política latente, el mismo deseo de romper con un orden vertical, patriarcal, civilizado, que cree saber con certeza lo que es el bien e intenta imponerlo en forma totalitaria a todo el planeta. El análisis, en términos de contrato social, de ciudadanía, de ideal democrático, es incapaz de explicar los estallidos de pasión y emociones tribales. Estallidos que en todos los ámbitos – profesional, cultural, sexual, entre muchos otros – de la vida colectiva e individual, se encuentran solo en sus inicios.

Es este impensable el que nos debe hacer pensar. Y ya no, simplemente, a través de nuestras categorías heredadas de los grandes sistemas filosóficos elaborados en los siglos XVIII y XIX, ni tampoco a partir de un moralismo universalista algo obsoleto, sino más bien considerando estos fenómenos por sí mismos, tratando de descubrir la razón interna que los impulsa. De hecho, esta es la de una erótica colectiva: deseo y placer del riesgo, pulsión de la pérdida del sujeto individual en una subjetividad de masa. Afirmaciones de valores inmateriales, en contra de las leyes implacables de un economicismo obtuso. La importancia creciente de una nueva forma de encuentro y relación social en una comunidad territorialmente arraigada.

Se podría decir que nos enfrentamos actualmente, en un sentido lato, a una mentalidad orgiástica. Es esta erótica religiosa, de lenguaje, emocional, erótico bárbara, sangrienta o simplemente cotidiana, que escapa a los racionalismos económicos y geopolíticos de los diversos análisis actuales. Es ella la que, contra los diversos poderes, recuerda la fuerza de la potencia básica, la que hace de una pérdida una ganancia. El éxtasis está a la orden del día. No basta con estigmatizarlo, más bien es necesario detectar la lógica pasional. No consiste en un mero «choque psicológico», con sus consecuencias económicas, sino más bien de un fuerte remezón en el inconsciente colectivo.

Por lo tanto, convendría mejor hablar de un advenimiento. El del resurgimiento de las comunidades de destino, compartiendo valores “arcaicos” es decir primarios, fundamentales. El de las emociones y de las pasiones localizadas que, contrariamente y en contra de la uniformidad del mundo, atestiguan el retorno a la compleja entereza de la naturaleza humana. Nos encontramos en presencia de una verdadera cultura de sentimientos. La cultura no es solamente un punto de vista racional, más bien pone en juego afectos. Cultura que se encarna y que, por lo tanto, integra a todos los elementos de tal encarnación, incluyendo el aspecto perecible de la carne. La intensidad erótica se desprende del vínculo entre “Eros” y “Tanatos”, cuyo aspecto del gozo, en el grado más alto del deseo, recuerda todo lo que lo une a la muerte.

En la violencia de una guerra civil o en la rebelión cotidiana, es sin duda alguna una ambivalencia de esta envergadura lo que se expresa. Lo emocional, el compartir afectos y dolor, tal como un órgano para la felicidad y su opuesto. Los protagonistas de la Revolución Francesa consideraban la felicidad como una “idea nueva” que había que promover. Sabemos lo que ocurrió. Parece que hemos dejado atrás esta pretensión y que se ha dado inicio, permeando todos los ámbitos de la vida, a una apreciación más justa de las cosas. Vivir, al día, el dolor y el mal otorgándoles un valor más común, menos excepcional.

La interrogante consiste en cómo poder enfrentar esta realidad social en ebullición. La sociedad, palabra «usada» y «utilizada» como referente de análisis sociológico, está rodeado de espinas normativas y morales. Parece relevante hacer una diferencia esencial entre moral y ética. Es común confundirlos y hasta es usual reforzar uno con el otro juntando moral y ética. Recordemos, sencillamente, que si la moral es general, universal, aplicable en cualquier lugar y momento, la ética en cambio es más particular y tiene sus raíces en la experiencia diaria. La moral viene de arriba, la ética parte de abajo. La socialidad se relaciona con la ética.

Así, cuando predominan los lugares comunes, las buenas intenciones y demás ideas aceptadas, es necesario retornar a ciertas banalidades básicas como, por ejemplo, la que estipula que la vida precede las reglas que se da para poder perdurar. Durkheim ya había anotado que “la ley sólo sigue las costumbres”. Es conveniente recordar, con la ayuda del moralismo reinante, que es bien visto por los dueños de la sociedad, usar y abusar de las leyes por conveniencias personales. En forma individual o colectiva, el espíritu de procedimiento legalista es siempre el síntoma de una falta de seguridad interna. Una civilización segura de sí misma encuentra su equilibrio en forma natural. Las leyes que dicta tienen como único propósito canalizar los excesos de vida que podrían ocurrir y tornarse en su contra.

Esto es totalmente distinto en épocas menos dinámicas, donde las reglas no son simples contendores sino, por el contrario, los amuletos de un cuerpo con síntomas de atonía y envejeciendo. En esas épocas, la ley antecede y reprime la vida. Es instrumentalizada de esta manera, pierde su carácter concreto para ser abstracta y en muchos aspectos, mortífera. Pensamos en lo que decía el viejo Marx: “la burguesía no tiene moral, utiliza la moral”. Podemos extrapolar lo anterior y aplicarlo a la ley. Son varios, tanto individuos como instituciones, los que se sirven del derecho cuando les conviene y lo burlan de manera ultrajante cuando no. Consiste en una actitud de alto riesgo, no tanto por los individuos o las instituciones involucradas (tiene poca relevancia) sino por el cuerpo social en su conjunto.

En efecto, someter a otros a unos “imperativos categóricos” a los cuales no se astringen, es la forma más segura de provocar efectos perversos, tales como los múltiples actos violentos que acompañan a diario nuestra vida urbana. Cada individuo se enfrenta en un momento u otro a una de esas formas de expresión de aquella secesión. Es fácil incriminar a los protagonistas o analizarlos a través de las habituales categorías socioeconómicas en vigor. O bien se les estigmatiza de salvajes delincuentes, ignorantes de los valores comunes republicanos, o bien se condena la exclusión de la cual son objeto y que les impide comulgar con dichos valores. En ambos casos se aplican de una manera mecánica, viejas recetas modernas según las cuales individuos racionales se asociarían en forma voluntaria en un contrato social también racional. Este es el débil análisis que efectúa el conformismo intelectual.

No obstante, una investigación más profunda y divergente en su estructura y método permite detectar en las insurgencias cotidianas, los índices más fieles de aquellos fenómenos ya mencionados y que surgen regularmente a lo largo de la historia. Por una parte la inadecuación de la ley a los usos y costumbres, por otra parte el abuso de esta ley por parte de los que son sus garantes. Es necesario que estemos atentos y enfrentemos con mayor lucidez la saturación del mecanismo de representación. Cada época elabora los mitos y demás imaginarios que hacen de ella lo que es. Nuestra(s) representación(es) se ha(n) forjado progresivamente a lo largo de los últimos tres siglos. Puede resumirse a través de la bella expresión de Hannah Arendt como del “ideal democrático”. Es ese ideal, que fue la causa y el efecto de la “representación política” el que ha moldeado las generaciones (de todas las tendencias) y ha detentado el poder de hablar o de actuar.

Repitamos otra banalidad tan obvia que no se ve: es difícil para una parte cada vez más importante de la población, reconocerse en esas representaciones filosóficas y políticas. Existe un abismo, un desfase, mientras el cinismo se expande impunemente. Es ciertamente destacable, en aquellas épocas en las cuales un mito importante de bien público se desvanece, que los que son aún los representantes se encuentren por encima de cualquier sospecha, que no sean objeto de burla ni desacreditados, de tal manera que gracias a su experiencia puedan ayudar al nacimiento de otro mito colectivo. Ellos deben ayudar y no proponer un modo de pensar o de vivir elaborado previamente o, peor aún, imponerlo.

Si bien existe una verdadera desconfianza frente a todo lo que está arriba, toda obligación legal es vista como algo abstracto, existe una verdadera apetencia hacia todo lo que parece ser vivido en forma auténtica. La abstención política es la respuesta al legalismo o al moralismo instrumentalizado. Las nuevas formas de solidaridad, las innegables generosidades juveniles, el desarrollo del voluntariado “tribal” son actitudes en búsqueda de una ética de proximidad. Sucede lo mismo con las agitaciones de todo tipo, ya sean deportivas, musicales o religiosas. Pueden estar en varios aspectos, fuera de la ley o inmorales, constituyen sin embargo un nuevo vínculo social en gestación. Corroboran el certero adagio según el cual lo anómico de hoy es lo canónico de mañana.

Vamos a ser confrontados cada vez más a una verdadera desconfianza frente a la ley abstracta y/o a aquéllos que usan y abusan de ella por su propio interés, ya sea en forma individual o grupal. La abstención, las violencias, las insurrecciones, las indiferencias sociales y políticas son las resultantes más destacadas. Otras épocas conocieron tales “secessio plebis”. No obstante, existe al mismo tiempo el deseo de una figura emblemática alrededor de la cual es posible agruparse. Figura que haga vibrar y que reconforte el sentimiento de pertenencia. Deseo de una “autoridad” que en el sentido etimológico; que sepa “hacer crecer” los innegables valores de una cultura en gestación. Una autoridad así, enraizada, puede permitir al cuerpo social tomar conciencia del inconsciente colectivo que es suyo, es decir encontrar las palabras que necesita para (re)fundar, siempre y de nuevo, el estar-juntos.

Aquí reside el carisma: saber decir lo que un pueblo desea decir sobre el mismo. “Inventar”, o sea crear, el imaginario que necesita para existir, para “adecuarse” a los otros y al mundo, y de esa manera vivir su propia soberanía. Lo que emerge desde las raíces de la vida en comunidad es la búsqueda de aquellos puntos de encuentro que digan relación con un compartir ético de la socialidad por sobre lo tradicional, lo que nos aferra a un pasado en vías de extinción, que corresponde a vivir en función de una moral social. La reflexión en las ciencias sociales debe tomar en consideración esta nueva realidad y aceptar que nuevas formas de relación humana están surgiendo y que será necesario utilizar nuevos esquemas de interpretación y modelos para la acción, considerando el sentimiento y la intuición en un lugar tanto o más destacado que el tradicional empirismo.

Coincidimos con Amit Goswani cuando propone un “activismo cuántico” en donde esté presente con fuerza una sinergia entre las aspiraciones de transformación del entorno social pero sin dejar de reconocer la importancia del cambio personal pues es reflejo del reconocimiento de la existencia de un holomovimiento de la conciencia que está evolucionando en el mundo y que es necesario difundirla.

Para promover y estar a tono con los profundos cambios sociales que estamos observando es requisito tratar de comprenderlos desde una perspectiva que aúne elementos materialistas, emocionales y espirituales. Es muy posible que nos esté faltando una visión global mucho más inclusiva de esta complejidad posmoderna. Es hora de poner atención en estos aspectos, aparentemente disímiles, para tal vez hacer una mejor lectura de la ira de la calle, de la rebelión de los jóvenes, de la sociedad toda que se alza contra una forma de organización social que desdeña e ignora el sentido de la vida en una comunidad emocional que sea capaz de dar nuevos significados a nuestras acciones, más allá de los logros de una sociedad de consumo con sus resultados inequitativos evidentes.

Uno de los desafíos de la democracia en los actuales tiempos consistirá en hacer una correcta lectura de la potencia revitalizadora de los círculos íntimos de pertenencia afectiva como motor de un desarrollo que no solo incorpore en sus indicadores aquellos aspectos materiales del progreso, sino que también sea capaz de estimular una convivencia social anclada en un “bienestar subjetivo”, más cohesionador y coherente con la actual época de globalización y posmodernidad.

Nota: Este escrito se basa en Maffesoli, M y Agar, L. (2002) El surgimiento de lo trágico y nuevas formas de insurrección social. Debate Ético y Ciencias Sociales. Revista Acta Bioethica. Año VIII, N°1. Santiago, Chile: Programa Regional de Bioética OPS/OMS. Sin embargo esta versión adaptada es de exclusiva responsabilidad de L. Agar.

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Comments

  1. Interesante y de plena actualidad, es una mirada señera a las nuevas mutaciones culturales y de expresión social en las nuevas generaciones. Es importante que la política y los políticos en conjunto con sus organizaciones abran su mirada para descodificar y re-significar estos cambios con el firme propósito de colocar la acciòn política en pos de un bienestar más subjetivo y no tanto material, asì se podría contribuir a reencantar al sujeto y de paso construir una sociedad a escala humana, en donde los sentimientos, deseos y emociones, se encuentren con las practicas cotidianas de los roles, en cuanto individuos en sociedad.

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