Legislar en sociedades pluralistas

Hemiciclo

Ernesto Águila, Director Ejecutivo Instituto Igualdad.

En las últimas semanas la sociedad chilena se ha visto enfrentada a la discusión de diversos temas que tienen como denominador común la existencia de una pluralidad de opciones morales respecto de ellos. El hecho en sí no tiene nada de extraño pues el advenimiento del mundo moderno tiene como uno de sus rasgos centrales el tránsito desde un código moral único –monismo moral- a una sociedad donde los individuos sustentan diversos proyectos de “vida buena”.

La delimitación del pluralismo moral no es asunto sencillo. La filósofa española Adela Cortina ha propuesto distinguir entre “mínimos éticos” y “máximos éticos”. Un conjunto de valores, derechos y principios que por su fundamentación universalista pueden ser exigibles a todas las personas -por ejemplo, los Derechos Humanos- constituirían parte de esos “mínimos éticos”. “Máximos éticos”, en cambio, serían aquellas ideologías, religiones, cosmovisiones que, por su propia particularidad, solo pueden ser propuestas, y nunca exigidas, a la sociedad en su conjunto.

Esta distinción permite entender que en una sociedad democrática y pluralista el Estado y las legislaciones no pueden ser neutrales cuando están en juego mínimos éticos o de justicia (la no discriminación de grupos por su identidad, por ejemplo). En cambio, cuando entran en colisión proyectos de vida diversos, propios de un pluralismo moral legítimo, lo que le corresponde al Estado es resguardar las condiciones que hagan posible que las personas puedan ejercer su capacidad de decisión autónoma frente a distintas opciones. Ese es, precisamente, el fundamento de la libertad moderna. Que el Estado y las legislaciones no permitan la expresión de una opción moral implica obligar a un grupo de individuos a comportarse según las creencias y los modelos de “vida buena” de otros. Un sector de la sociedad puede, legítimamente, proponer a los demás una determinada forma de vida, pero no puede pretender, a través del Estado y de las legislaciones, transformarla en el “ideal de felicidad” obligatorio para todos.

Legislar sobre asuntos que involucran cuestiones morales requiere de un proceso de discernimiento que solo puede darse a través de una deliberación pública, en un diálogo abierto, simétrico, donde la única “coacción” legítima sea la del “mejor argumento”. En este sentido constituye una mala señal la del Senado de la República haber rechazado, hace unos días, la idea de legislar sobre el aborto terapéutico. Con ello no solo se estaba entregando una opinión contraria al aborto (en algunas de las tres causales que estaban en debate) sino que se estaba negando que el tema fuera objeto de deliberación y discernimiento público en el espacio institucional que la democracia ha definido para ello. Cabe mencionar, como agravante, que en este caso no se ha querido someter a discusión una normativa que habiendo sido establecida en 1931 fue modificada el año 1989 por la Junta Militar autoerigida en poder legislativo de la época. Se trata, por tanto, de una materia que fue zanjada de manera autoritaria y que carece, por tanto, de credenciales democráticas.

La reciente decisión del Senado no hace sino reforzar la idea de que temas relevantes para los ciudadanos no son acogidos ni tienen la posibilidad de procesarse deliberativamente en el marco  de la institucionalidad política.

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