Dentro de la teoría política se reconoce un cierto rezago en el estudio de la oposición como sujeto político: sobre su rol y fisonomía, sus ámbitos de actuación, su encaje institucional. Existe, sin embargo, algunas distinciones útiles que permiten iluminar ese recurrente debate que sobrevuela nuestra política acerca de cómo debiera ser y comportarse la oposición.
La oposición no es un accidente ni un dato marginal de la democracia, sino una función estructural dentro de esta. Por lo general, no es una sola sino varias oposiciones, se domicilia en el parlamento y en el mundo social (también en espacios tan disímiles como la cultura, la estética, o incluso el fútbol). Se mueve, según el grado de polarización y temperatura ideológica de cada sociedad, entre formas más sistémicas o antisistema, programáticas o centrada en los atributos de los liderazgos.
Con matices los autores coinciden que la oposición tiene como misión propia e insustituible controlar y fiscalizar al gobierno, formular críticas y presentar alternativas. Su razón última es constituirse en fuerza política de reemplazo. Aunque parezca una obviedad no es función de la oposición que al gobierno le vaya bien. Esta es una responsabilidad intransferible de quien gobierna. La oposición puede cooperar y favorecer acuerdos, en parte por coincidencias programáticas parciales (cuando se define como una oposición gradualista y no de “principios” o antisistema) o bajo el incentivo de ser percibida como una fuerza competitiva pero constructiva (“leal y alternativa”, se diría en la política inglesa).
Por ello, no es de lógica democrática la recurrente interpelación del gobierno a la oposición a participar de su agenda, de sus actos y de sus políticas bajo el argumento de la “unidad nacional”. El ejecutivo se arroga así la representación de los intereses superiores de la nación y de paso notifica a quienes no adhieren a sus planteamientos que se están oponiendo no solo a un gobierno transitorio sino al “interés nacional”. Una falacia pueril pero riesgosa, que niega la naturaleza crítica y alternativa de la oposición, y que camina por ese delgado desfiladero que va separando a los ciudadanos entre mejores y peores patriotas.
Se podrá argumentar que esta invocación se realiza en el marco del terremoto del 27-F y de la reconstrucción posterior (pero esta muletilla de la “unidad nacional” se ha venido usando indiscriminadamente, incluso antes del terremoto). Por lo demás, no es cierto que el 27-F y sus consecuencias no requieran oposición. Aprobadas todas las propuestas de financiamiento para la reconstrucción presentadas por el ejecutivo (incluyendo un polémico royalty), lo que corresponde a continuación es que la oposición pase a ejercer en plenitud las funciones que le son propias: crítica, control y formulación de alternativas ante una reconstrucción que presenta evidentes falencias y rezagos.
Según la teoría democrática, la calidad y cantidad de oposición incide de manera directa en un ejercicio más riguroso, eficiente y prolijo del gobierno. Argüir permanentemente la “unidad nacional” constituye un intento de sumar de manera acrítica a la oposición a las visiones y políticas del ejecutivo, coartando y desnaturalizando su función, y privando, de paso, a la ciudadanía de los mecanismos de contrapeso, escrutinio público y configuración de alternativas que solo la oposición puede llevar adelante dentro de una democracia en forma.