Legislación relativa a conflicto de intereses

El gobierno de Sebastián Piñera ha sido objeto de múltiples llamados de atención provenientes de la prensa, la oposición, y de sectores movilizados de la ciudadanía por lo que éstos perciben como conflictos de interés enquistados en la conformación de los equipos de gobierno y en el propio Presidente. Ante esto, ¿qué puede decir el ordenamiento jurídico?

La Constitución, los tratados internacionales, y varias leyes regulatorias de carácter general de la actividad pública establecen principios y reglas a tener en cuenta. En resumen, ellas identifican el conflicto de interés como una situación que contraría la probidad pública y establecen diversos tipos de incompatibilidades para el ejercicio de la función pública por parte de quienes se encuentran en tales situaciones. A las potestades fiscalizadoras de carácter jurídico y político de conocimiento público, la Constitución contempla además la posibilidad para el legislador de ordenar la venta de los bienes que den origen a dichos conflictos.

Constitución y tratados internacionales

En la cúspide del ordenamiento jurídico, en un equilibrio inestable y objeto de constantes discusiones, se encuentran la Constitución y los tratados internacionales. En el caso en estudio, ambas fuentes contienen reglas y principios de gran importancia.
El artículo 8º de la Constitución establece el principio en torno a los cuales se organiza normativamente el ordenamiento jurídico en materia de conflicto de intereses: el principio de probidad, según el cual el “ejercicio de las funciones públicas obliga a sus titulares a dar estricto cumplimiento al principio de probidad en todas sus actuaciones”. Asimismo dispone que le corresponderá a la ley estipular los casos y las condiciones en que las autoridades públicas delegarán a terceros la administración de aquellos bienes y obligaciones que supongan conflicto de interés en el ejercicio de su función pública”.

La Constitución también prevé un ejercicio especial de la potestad legislativa en esta materia. En efecto, si una mayoría parlamentaria así lo dispone, ella puede, en virtud del artículo 8º de la Constitución, “disponer la enajenación de todo o parte” de los bienes que a su juicio den origen a conflicto de intereses. La utilización de esa herramienta, dado que a mi juicio no incide en una materia de iniciativa exclusiva del Presidente, depende tan sólo de la voluntad política de una mayoría simple de los parlamentarios en ejercicio.

La Constitución, asimismo, ha hecho aplicables a los Ministros de Estado una serie de incompatibilidades establecidas anteriormente para los parlamentarios. Así, su artículo 37 bis dispone que los ministros “estarán sujetos a la prohibición de celebrar o caucionar contratos con el Estado, actuar como abogados o mandatarios en cualquier clase de juicio o como procurador o agente en gestiones particulares de carácter administrativo, ser director de bancos o de alguna sociedad anónima y ejercer cargos de similar importancia en estas actividades”.

La Convención de las Naciones Unidas contra la Corrupción, puesta en vigencia mediante Decreto Supremo No. 375 del 23 de Noviembre de 2006, complementa el rol de la Constitución, estableciendo obligaciones internacionales para el Estado Chileno en materia de prevención de conflictos de interés. En su artículo 7º, la Convención establece que cada Estado, “de conformidad con los principios fundamentales de su derecho interno, procurará adoptar sistemas destinados a promover la transparencia y a prevenir conflictos de intereses, o a mantener y fortalecer dichos sistemas.” Para ello, su artículo 8º dispone que los Estados procurarán “aplicar, en sus propios ordenamientos institucionales y jurídicos, códigos o normas de conducta para el correcto, honorable y debido cumplimiento de las funciones públicas, así como “establecer medidas y sistemas para exigir a los funcionarios públicos que hagan declaraciones a las autoridades competentes en relación, entre otras cosas, con sus actividades externas y con empleos, inversiones, activos y regalos o beneficios importantes que puedan dar lugar a un conflicto de intereses respecto de sus atribuciones como funcionarios públicos.” Dichas medidas habrán, a su vez, de ser cauteladas mediante “medidas disciplinarias o de otra índole contra todo funcionario público que transgreda [tales] códigos o normas.”

Las normas anteriormente dan origen a un entramado jurídico complejo e interconectado. Gran parte de la legislación en materia de probidad y transparencia fue aprobada en años recientes como una respuesta tanto al contexto político del momento, así como en respuesta a procesos culturales y sociológicos concurrentes, caracterizados por mayores exigencias de transparencia en la gestión, información, y participación de la comunidad (en otras palabras, “gobierno ciudadano”). Por esto, la legislación en materia de probidad y transparencia tiene un valor político y cultural superior a otras fuentes legislativas.

Normas que establecen incompatibilidades en el ejercicio de la función pública

La consagración más clara del principio de probidad está contenido en la Ley Orgánica Constitucional de Bases Generales de la Administración del Estado y en el Estatuto Administrativo. La primera, correspondiente a la Ley Nº 18.575, establece en su Título III, “De la probidad administrativa”, artículo 52, que las “autoridades de la Administración del Estado, cualquiera que sea la denominación con que las designen la Constitución y las leyes, y los funcionarios de la Administración Pública, sean de planta o a contrata, deberán dar estricto cumplimiento al principio de la probidad administrativa.” La misma disposición determina que el principio de la probidad administrativa “consiste en observar una conducta funcionaria intachable y un desempeño honesto y leal de la función o cargo, con preeminencia del interés general sobre el particular.” Por su parte, el Estatuto Administrativo, contenido en la Ley Nº 18.834, consagra el mismo principio en similares términos; sosteniendo en su artículo 61, letra g), que es obligación de cada funcionario “observar estrictamente el principio de probidad administrativa, que implica una conducta funcionaria moralmente intachable y una entrega honesta y leal al desempeño de su cargo, con preeminencia del interés público sobre el privado.”

Ambas definiciones coinciden en cuanto a la conceptualización del concepto de probidad; el cual está integrado por un cierto desempeño ético, así como por la priorización del interés público o general por sobre el privado o particular. La idea de que en el caso de las autoridades de la Administración del Estado ha de primar el interés público por sobre el privado sugiere que éstas están sujetas a una serie de restricciones y limitaciones orientadas a cautelar contra la existencia de conflictos de interés. Ahora bien, ¿cómo estructura nuestro ordenamiento jurídico el principio de probidad? ¿Qué consecuencias tiene la priorización del interés público por sobre el privado en cuanto a las restricciones de que son objeto quienes desempeñan funciones públicas? La respuesta a estas interrogantes está en la Ley de Bases Generales de la Administración del Estado y la Ley de Bases de los Procedimientos Administrativos.

En su artículo 56, la Ley Nº 18.575, Orgánica Constitucional de Bases Generales de la Administración del Estado, reconoce a quienes se desempeñen como funcionarios el “derecho a ejercer libremente cualquier profesión, industria, comercio u oficio conciliable con su posición en la Administración del Estado”, siempre que ello no perturbe “el fiel y oportuno cumplimiento de sus deberes funcionarios,” y no atente contra “las prohibiciones o limitaciones establecidas por ley.” La misma disposición establece como regla general que “son incompatibles con el ejercicio de la función pública las actividades particulares de las autoridades o funcionarios que se refieran a materias específicas o casos concretos que deban ser analizados, informados o resueltos por ellos o por el organismo o servicio público a que pertenezcan.” Dado que la norma hace extensiva dicha incompatibilidad a toda persona que ejerza la función pública –incluyendo por tanto no únicamente a los funcionarios, sino también a las autoridades de la Administración del Estado–, ella es plenamente aplicable respecto de autoridades como intendentes, subsecretarios, ministros y, desde luego, el Presidente.

La Ley Nº 19.880, de Bases de los Procedimientos Administrativos, establece otro principio de aplicación general en su artículo 12 en la forma del “principio de abstención”. De acuerdo a este principio, las autoridades y los funcionarios de la Administración en quienes se den algunas de las circunstancias señaladas por la disposición “se abstendrán de intervenir en el procedimiento”. Entre las circunstancias que la ley ordena den origen a abstención se encuentran “tener interés personal en el asunto de que se trate o en otro en cuya resolución pudiera influir la de aquél; ser administrador de sociedad o entidad interesada, o tener cuestión litigiosa pendiente con algún interesado”; “tener parentesco de consanguinidad dentro del cuarto grado o de afinidad dentro del segundo, con cualquiera de los  interesados, con los administradores de entidades o sociedades interesadas y también con los asesores, representantes legales o mandatarios que intervengan en el procedimiento, así como compartir despacho profesional o estar asociado con éstos para el asesoramiento, la representación o el mandato”; “tener amistad íntima o enemistad manifiesta con alguna de las personas mencionadas anteriormente”; y “tener relación de servicio con persona natural o jurídica interesada directamente en el asunto, o haberle prestado en los dos últimos años servicios profesionales de cualquier tipo y en cualquier circunstancia o lugar”. La ley, en su mismo artículo, establece dos mecanismos para salvaguardar el respeto del deber de abstención. En primer lugar, determina que “la no abstención en los casos en que proceda dará lugar a responsabilidad”; en segundo lugar, determina que los interesados podrán promover la inhabilitación de la autoridad “en cualquier momento de la tramitación del procedimiento”.

Otra norma eventualmente aplicable a estos casos está contenida en el artículo 54 del mismo cuerpo legal, que establece como una causal de inhabilidad para el ingreso a cargos en la Administración del Estado el tener vigente o suscribir, por sí o por terceros, “contratos o cauciones ascendentes a doscientas unidades tributarias mensuales o más, con el respectivo organismo de la Administración Pública.” La misma prohibición rige respecto de los “directores, administradores, representantes y socios titulares del diez por ciento o más de los derechos de cualquier clase de sociedad, cuando ésta tenga contratos o cauciones vigentes ascendentes a doscientas unidades tributarias mensuales o más, o litigios pendientes, con el organismo de la Administración a cuyo ingreso se postule.” A fin de cautelar el cumplimiento de esta disposición, el artículo 55 establece que “los postulantes a un cargo público deberán prestar una declaración jurada que acredite que no se encuentran afectos a alguna de las causales de inhabilidad previstas”.

La misma ley identifica también una serie de conductas que “contravienen especialmente el principio de la probidad administrativa”. Ellas están en el umbral entre el conflicto de intereses y los delitos castigados por el Código Penal en el Título V del Libro II, “De los Crímenes y Simples Delitos cometidos por empleados públicos en el desempeño de sus cargos”. Estas conductas están indicadas en el artículo 62, y entre ellas se encuentran “usar en beneficio propio o de terceros la información reservada o privilegiada a que se tuviere acceso en razón de la función pública que se desempeña”; “hacer valer indebidamente la posición funcionaria para influir sobre una persona con el objeto de conseguir un beneficio directo o indirecto para sí o para un tercero”; “ejecutar actividades, ocupar tiempo de la jornada de trabajo o utilizar personal o recursos del organismo en beneficio propio o para fines ajenos a los institucionales”; “solicitar, hacerse prometer o aceptar, en razón del cargo o función, para sí o para terceros, donativos, ventajas o privilegios de cualquier naturaleza”; “intervenir, en razón de las funciones, en asuntos en que se tenga interés personal o en que lo tengan el cónyuge, hijos, adoptados o parientes hasta el tercer grado de consanguinidad y segundo de afinidad inclusive”; y, finalmente, “participar en decisiones en que exista cualquier circunstancia que le reste imparcialidad”. Este último caso, desde luego, está permanentemente presente en los casos de conflicto de interés aquí estudiados.

Las reglas jurídicas anteriormente citadas permiten encauzar y dar forma a la discusión en materia de conflicto de interés. Sin embargo, en última instancia no pueden sustituir la crisis de confianza social subyacente a este problema. La política es una forma de representación, y por lo tanto depende de la credibilidad de aquel que clama para sí la condición de representante. Si el gobierno no es capaz de persuadir a los sectores de la ciudadanía que desconfían de él, ni siquiera el cumplimiento cabal de las reglas anteriormente expuestas le permitirá sortear la crítica pública.

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