El ex-Primer Ministro español Felipe González decía que los ex-presidentes eran como un gran jarrón de porcelana en un departamento pequeño: nunca se encontraba el lugar preciso donde ubicarlo.
Le ocurrió al propio González, quién luego de completar 12 años en el gobierno le siguió una prolongada y errática trayectoria política hasta finalmente jubilarse (o más bien terminar jubilado por sus propios camaradas). Hoy el carismático Felipe González se dedica con la misma pasión de siempre a la orfebrería. Según consigna una revista una fina joya elaborada por González puede llegar a costar 6000 euros. Por su parte, Aznar hasta el día de hoy constituye un dolor de cabeza para los actuales líderes del Partido Popular (PP), y cada vez que éste inicia uno de sus largos periplos por el mundo se comenta que la derecha española respira aliviada.
Hace unos días un reportaje del diario El País concluía que definitivamente España no había resuelto bien el tema de qué hacer con sus ex-presidentes (a los casos de González y Aznar sumaban el de Suárez), y alababa como los norteamericanos resolvían este tema, al transformar a éstos en una suerte “padres de la patria” en vida. Cabe añadir, eso sí, que la otra cara de esa medalla lo constituye el cierre definitivo de la carrera política de estos ex presidentes, luego de un período presidencial de cuatro años con reelección, es decir, con una extensión de su mandato hasta un máximo de ocho años.
En Chile este tema se encuentra, definitivamente, institucionalmente mal resuelto. Lo ha estado desde el 90 y ha ido a peor: hoy tenemos un período presidencial relativamente breve de cuatro años sin reelección pero con la posibilidad de reconcursar en el período presidencial subsiguiente. Así el incentivo para demoler al presidente saliente está servido: constituye un enemigo potencial a cuatro años plazo para el bando contrario, y en el bando propio siempre hay nuevos aspirantes que miran con recelo las proyecciones del mandatario saliente.
De esta manera y de la noche a la mañana el otrora presidente de Chile vuelve al estado llano; sus colaboradores se dispersan y buscan nuevos horizontes; comienzan las conferencias en el extranjero; tal vez un libro; pero ya son pocos los verdaderamente motivados a defender a ese ex mandatario y a su administración. Incluso escasean aquellos capaces de ensayar un juicio históricamente equilibrado mientras éste se mantenga políticamente vigente.
Esto ha ocurrido paradigmáticamente con el ex presidente Lagos, quién dejó una herencia de restauración republicana y una obra modernizadora fundamental para el país, y a quién se ha atacado sin pausa y más allá de lo razonable. Se observa también hoy con la Presidente Bachelet y la manera como se extrema la crítica al manejo de la de las múltiples y complejas situaciones derivada del terremoto, luego de haber sorteado como mandataria con éxito la crisis económica mundial más importante en 60 años, no solo sin quitar un derecho social sino agregando unos cuantos más. Le ocurrirá a Piñera el 2014, especialmente si termina razonablemente bien su mandato y comienza a mirar, él o esos entusiastas partidarios que nunca faltan, el 2017.
El tema no es de fácil despacho, y las soluciones institucionales son tan evidentes como difíciles de implementar. Por lo pronto, tal vez bastaría con guardarles a estas figuras un cierto respeto, conservar con ellas una discreta distancia, nada exagerado por cierto ni fuera de una sana horizontalidad republicana, solo lo justo y necesario. Tal vez la razón para ello podría ser que en su momento fueron elegidos democráticamente y entregaron de igual manera el poder. Parece poco, pero no lo es.