La derecha ha ganado su primera elección presidencial en los últimos cincuenta años con un candidato que, más que representar a la vieja derecha conservadora o la nueva derecha integrista, representa una derecha más bien liberal en el plano político, económico y valórico.
De ascendencia demócrata cristiana, Sebastián Piñera, que votara por el No en el plebiscito de 1988, tempranamente cruzó esa frontera que separa el centro de la derecha para integrar la fenecida “patrulla juvenil” al interior de Renovación Nacional. Un grupo que incluía a Andrés Allamand, Alberto Espina y Evelyn Mathei, entre otros, y que se proponía instalar a Andrés Allamand en la presidencia de Renovación Nacional y a Sebastián Piñera como candidato presidencial. La aventura terminó de la peor manera frente a las pantallas de televisión con la transmisión de una grabación en donde Sebastián Piñera le solicita a su amigo Pedro Pablo Díaz que hable con un periodista- Jorge Andrés Richards- para que “apriete” a Evelyn Mathei en una entrevista televisiva. Posteriormente se conocería que esa fue una operación digitada por el general ® Ballerino, que buscaba impedir que Piñera se convirtiera en el candidato presidencial de la derecha. Allí se quebró la patrulla juvenil y el sueño de Sebastián Piñera de convertirse en el candidato presidencial, en tanto que Andrés Allamand partía a Estados Unidos para realizar su larga “travesía por el desierto”.
En rigor, esta es la tercera vez que Sebastián Piñera compite por la presidencia de la república. Esta vez como el candidato único de su sector. Con un programa de gobierno y un discurso de campaña que toma distancia del discurso más tradicional de la derecha para asumir un discurso liberal en lo valórico, desarrollista en lo político y proteccionista en lo social, recogiendo el legado de la Presidenta Michelle Bachelet. Un programa de gobierno que tendrá serias dificultades para implementar no tan solo porque no cuenta con mayorías parlamentarias para viabilizarlo sino porque ese programa concita serias resistencias al interior de su propio sector.
Varias son las razones que explican la derrota de la Concertación que algunos pronosticaron y que muchos prefirieron ignorar pensando que tenían clavada la rueda de la fortuna y que la derecha no representaba una alternativa viable para un país con una clara mayoría de centro izquierda. Pero hoy es una mayoría social antes que política. Si algo explica la derrota de Eduardo Frei es que esa mayoría social no se expresó de la misma manera en el terreno político y electoral, tal como lo demuestra la franja de electores de Marco Enríquez que en segunda vuelta mantuvo su voto de castigo en contra de la Concertación sea absteniéndose, votando en blanco, anulando su voto o derechamente votando por Sebastián Piñera.
De poco o nada sirve intentar buscar chivos expiatorios o responsabilizar a terceros por errores propios, independientemente del necesario “ajuste de cuentas” y las responsabilidades políticas que cada quién debe asumir. La razón principal de la derrota está asociada al desgastante ejercicio del poder y la creciente incapacidad de la saliente coalición de gobierno para procesar sus diferencias y renovar sus contenidos en torno a un proyecto de futuro. La vieja polémica entre auto flagelantes y auto complacientes ocultaba un debate mucho más de fondo en torno al relato que puede hacerse del legado de los gobiernos concertacionistas, que incluyen sus muchos éxitos y no pocos errores e insuficiencias. Un debate indispensable para interpretar el sentido de los cambios y transformaciones, así como su impacto en la conciencia ciudadana, que permitiera asumir las nuevas demandas ciudadanas y renovar el proyecto de futuro.
La otra razón, que explica en buena medida el agotamiento de la coalición oficialista, sus divisiones internas y la pérdida de credibilidad en los electores, está asociada a la gestión política. A la forma de pensar y hacer la política, centrada básicamente en la administración y la lucha por el poder antes que en la deliberación política, la interacción con la sociedad y los esfuerzos por representar las nuevas demandas ciudadanas. Todo ello asociado a una creciente merma de sus capacidades de transformación de la sociedad así como su manifiesta falta de voluntad para renovar sus elencos y dar paso a las nuevas generaciones.
La propia manera como se designó el candidato oficialista, en un proceso poco transparente y participativo, que impidió una abierta competencia en su interior, muestra la incapacidad de la Concertación para leer los “signos de los tiempos”, así como el evidente ensimismamiento en que viven las cúpulas oficialistas.
Eduardo Frei, que fuera elegido Presidente hace quince años con un record de votación, la verdad es que en esta elección representó más el pasado que una opción de futuro. Uno de los mayores aciertos de la Concertación, más allá de sus limitaciones para renovar contenidos, fue su capacidad para “reinventarse” en cada una de las elecciones presidenciales. Primero fue Patricio Aylwin, el hombre justo y bueno, el encargado de viabilizar la transición a la democracia. Luego Eduardo Frei Ruiz Tagle, a la sombra de su padre, quién asumió las banderas de la modernización y desarrollo económico del país. Ricardo Lagos el primer socialista en llegar a la moneda tras el derrocamiento de Salvador Allende y Michelle Bachelet la primera mujer en nuestra historia en acceder a la presidencia. En este contexto, la candidatura de Eduardo Frei, cuyo manejo de la crisis asiática fue controversial, aparecía como “una vuelta al pasado”.
En verdad no puede criticarse que Eduardo Frei buscara competir por la nominación. Era su derecho y no se ofende a nadie quien lo ejerce. Al igual que Ricardo Lagos, José Miguel Insulza o Soledad Alvear que, en su momento, sonaron como precandidatos. Lo anómalo y reprochable es que esta sana competencia no se pudiera resolver a través de un mecanismo democrático, amplio y participativo como unas primarias abiertas, generando la división de la coalición oficialista y la emergencia de candidaturas paralelas. Eduardo Frei tuvo el mérito de la persistencia para imponerse como candidato pero no logró unir a la diversidad del progresismo tras su postulación.
La candidatura de Marco Enríquez Ominami, así como su alta votación en primera vuelta no sólo representa un quiebre de la Concertación y una crítica radical a la falta de renovación de la política en su forma y fondo. También expresa el descontento ciudadano con las elites políticas, así como con el tipo de sociedad que emerge tras 20 años de gobiernos de la Concertación. Una sociedad en donde, pese a las profundas transformaciones y los claros avances en materia económica y social, mantiene extremas desigualdades.
No deja de resultar paradójico que este evidente malestar social no se oriente en contra del gobierno, que mantiene un destacable nivel de apoyo o de la propia presidenta, que marca un récord de popularidad, por sobre el 80 %, sino que se canalice en contra de su alternativa de sucesión y termine favoreciendo a la derecha. Nadie puede decir que la Presidenta y su gobierno fueron mezquinos o timoratos a la hora de expresar su opción a favor del candidato oficialista afirmando, no sin razón, que no daba lo mismo quien gobierne el país. Pero las elecciones las ganan o las pierden los candidatos y sus comandos de campaña y sobre el punto habría mucho que opinar. En especial acerca de la campaña de primera vuelta.
Como sea y por las razones que fueren, los sectores de la derecha han conquistado la oportunidad de gobernar el país en unas elecciones libres y democráticas. En parte por méritos propios y en buena medida por la división de los sectores progresistas y el evidente agotamiento de la coalición que se mantuvo en el poder en estos últimos 20 años.
No es una catástrofe perder una elección democrática para una coalición política que ha sufrido el desgaste del ejercicio ininterrumpido del poder durante 20 años y que parece haber agotado su capacidad de renovar su discurso y proyecto y que difícilmente podría sostener la acción de un gobierno, atravesada por conflictos divisiones y diferencias no procesadas en su interior. La alternancia en el poder es sana. Sobre todo si permite procesos de renovación y refundación política que apunten a la convergencia y no a la fragmentación.
La Concertación y más ampliamente, los sectores progresistas saben como hacer oposición. Aún en las condiciones más duras y dramáticas impuestas por el régimen militar, que incluían la proscripción política y la dura represión de los opositores, constituyeron una sólida oposición que movilizó una masiva protesta en contra de un gobierno de facto y derrotó sus afanes continuistas a través de un plebiscito que despertó la admiración de la opinión pública mundial. No se trata, por cierto, de repetir esa experiencia o de “negarle la sal y el agua” al nuevo gobierno. En democracia son otras las reglas de juego. Por cierto el país y el futuro gobierno de Piñera, tal como lo ha reconocido el propio presidente electo, requiere de una oposición firme pero constructiva, no sólo para defender los avances y conquistas sociales alcanzadas en estos años sino para luchar por nuevas reformas económicas, políticas y sociales que apunten a perfeccionar la democracia, ampliar la protección social y generar un proceso de desarrollo no excluyente. El interés de la oposición no es “que le vaya bien al gobierno”, en ninguna parte del mundo es así, sino que le vaya bien al país y que se distribuya de manera más equitativa los frutos del crecimiento, favoreciendo a los sectores más desposeídos.
Es difícil dilucidar el porcentaje del electorado que hoy representa el conjunto de las fuerzas progresistas o cada una de las agrupaciones políticas. Si el 44 % que alcanzaran en la elección parlamentaria versus el 43 % de la coalición de derecha o el 48,4 % que alcanzara Eduardo Frei en segunda vuelta, en contraste con el 51,6 % que alcanzara Sebastián Piñera. Lo único concreto es que las fuerzas progresistas tienen mayoría en el Senado, con 20 senadores y una mayoría virtual en la Cámara de Diputados, así como un sólido contingente de alcaldes y concejales, que gobierna la mitad de los municipios en el país. De igual manera, los sectores progresistas representan una amplia fuerza social organizada a nivel sindical, estudiantil y poblacional. También cuenta con organismos no gubernamentales y centros de pensamiento de dilatada trayectoria, además de un contingente de profesionales y técnicos con gran experiencia en el sector público. Lo que no tiene son medios de comunicación que en la pasada elección apostaron, de manera por momentos abusiva, por el candidato de la derecha.
Todo ello representa un formidable capital político, unido a sólidos liderazgos consolidados, como sus ex presidentes, alcaldes y parlamentarios, así como liderazgos emergentes que están llamados a asumir el relevo de las viejas generaciones en esta nueva etapa en donde no se trata tan sólo de intentar recuperar el poder en cuatro años más o ganar la próxima elección municipal sino desplegar una oposición propositiva, firme y constructiva, renovar su discurso y construir un proyecto de largo plazo, así como recorrer los caminos de la unidad y convergencia. Hoy no se trata de “renovar la Concertación”. Ni siquiera de “refundarla” sino buscar su superación por una nueva coalición política capaz de expresar la amplia diversidad de las fuerzas progresistas.
En esta elección la derecha se ha ganado en las urnas su derecho a probar que ha superado su pasado vinculado con el régimen militar y la defensa de intereses económicos excluyentes y minoritarios para asumir un verdadero proyecto nacional que contemple los intereses de los sectores más desposeídos y las llamadas capas medias, cuyos límites y fronteras aparecen difusos. Durante la pasada campaña presidencial Sebastián Piñera, al igual que Eduardo Frei, asumió muchos compromisos y generó amplias expectativas que la ciudadanía y la propia oposición no dejara de exigir en muy poco tiempo. Como la creación de un millón de empleos, dignos y bien remunerados, como se encargó de precisar, en los próximos cuatro años. Ganarle el combate a la delincuencia y el narcotráfico. Eliminar el aporte en salud de los pensionados. Mejorar la calidad de la educación y la salud pública. Ampliar las viviendas sociales y retomar un ritmo de crecimiento en torno al 6 % anual.
Su primera “prueba de fuego” es componer un equipo de gobierno transversal y suprapartidario que incorpore figuras jóvenes, hombres y mujeres, en base a criterios de excelencia y que, sin embargo, “preserve los equilibrios políticos en su propia coalición”, como elegantemente ha subrayado Pablo Longueira. Un equipo al que el nuevo Presidente electo aspira a sumar a independientes y figuras destacadas de la propia Concertación, buscando ampliar la base de sustentación política de su gobierno, descartando la virtual incorporación de figuras de primera línea del régimen militar.
Piñera ha propuesto reponer la llamada “Democracia de los acuerdos” o la política de los consensos que impulsara la derecha durante el gobierno de Patricio Aylwin y que los sectores más duros de la derecha desecharan porque, en favorecía a la Concertación. Tampoco en la propia coalición de gobierno esa política goza de mucho respaldo, aduciendo que concedía un verdadero poder de veto a la derecha sobre iniciativas de gobierno. Una política constructiva de la oposición supone una disposición al diálogo y la negociación por parte del gobierno, que asuma las legítimas diferencias entre un o y otro sector.contraste con el 52cia de r
En forma muy prematura, antes que se instale el nuevo gobierno, se empieza a hablar del 2014, tanto en la derecha como en la propia Concertación y el entorno de Marco Enríquez Ominami. Si Sebastián Piñera se constituirá en un paréntesis o por el contrario inaugurara un nuevo ciclo de gobiernos de derecha, como aspira la derecha, ello dependerá de lo que haga o deje de hacer tanto el nuevo gobierno como la oposición. Por ahora la derecha está desafiada a demostrar que no sólo puede gobernar un país en democracia con una sólida oposición sino que puede hacerlo mejor que la actual coalición de gobierno. Por su parte, las fuerzas progresistas deben demostrar que verdaderamente han escuchado el mensaje que les enviara la ciudadanía y que ha llegado la hora de reconcursar para reconquistar la mayoría que perdieran en esta elección. Marco Enríquez Ominami y la mayoría de quienes apoyaron su postulación vienen de las filas de la Concertación y claramente forman parte de las fuerzas progresistas. A ellos les corresponde decidir si se suman a este esfuerzo convergente, aportando sus propias sensibilidades y propuestas o insisten en proyectos alternativos.