Sobre Marx y el intelectual

Carlos Marx

En nuestro país, con excepción de ciertos círculos académicos y políticos, la figura de Karl Marx no es bienvenida ni causa de complacencia. Por el contrario, es más bien generador de alergias y reacciones emocionales irracionales. Tergiversado hasta el agobio, simplificado a un mero propulsor de un dogma irrealizable, mal leído y desterrado del pensamientopolite, no es un dato menor que un pensador liberal de la talla de John Rawls haya dicho que Marx, junto a Kant y Hegel, constituyen lo más grande de la filosofía alemana moderna, si se tiene en cuenta la envergadura temática de sus obras.

Considerando que el pasado 14 de marzo se conmemoraron 130 años desde su fallecimiento y, ya cumplidos 165 años desde que se publicó por primera vez su más importante trabajo para la acción política, El Manifiesto del Partido Comunista, en las líneas siguientes queremos efectuar una reflexión, a partir de la figura de Karl Marx, acerca del rol que cabe hoy en día al intelectual.

Karl Marx fue, indudablemente, un intelectual público crítico. En la actualidad, estas caracterizaciones parecen ser bienes en vías de extinción. En el desenvolvimiento de la vida moderna, en la que reina la abulia social y la apatía política, ya nadie quiere molestarse en utilizar las armas discursivas de la crítica, ya por temor reverencial, ya por no causar incomodidad a la clase dominante o, simplemente, porque la mayoría se ve absorbida por atender únicamente la satisfacción de intereses privados. Todo indica que solamente unos pocos y temerarios investigadores, desde la seguridad que podría garantizar su estatus profesional, pueden hacer presente al debate público sus juicios críticos sobre los dogmas que diariamente nos envuelven.

Al contrario de esta situación, Marx confrontó con vehemencia sus ideas con los idearios políticos y filosóficos de la Europa del siglo XIX. Tenaz y controvertida fue su participación en la discusión pública crítica alemana, cuando se desempeñó como editor y articulista del Rheinische Zeitung. Fue, en efecto, no sólo un científico, sino también, un hombre de acción; un revolucionario. Este pensador alemán no sólo manejó con profundidad la filosofía antigua y el idealismo de la época, sino que también fue capaz de aplicarla a un propósito concreto, a partir de su lectura particular de la filosofía de Hegel. Antes bien, esto no deja de ser una cuestión polémica, pues su más grande contribución científica a la filosofía crítica de la lógica estructural del capitalismo, a saber, El Capital, no fue, sin embargo, su más significativa obra política. El texto que condensó a la perfección las herramientas teórico-políticas que sirvieron de guía a muchas generaciones de proletarios y luchadores sociales, fue, sin duda, elManifiesto.

Fue tal el grado de involucramiento del Marx científico con la cuestiones públicas y militantes que acaecían en el momento que le tocó vivir, que Friedrich Engels, en el discurso que ofreció para el día del funeral de Marx, expresó entre otras cosas, lo siguiente: “…[Marx] fue el hombre más odiado y calumniado de su tiempo. Los gobiernos absolutistas y republicanos, lo deportaron de sus territorios. Los burgueses, conservadores o ultra-democráticos, compitieron entre ellos acumulando infamias contra él. Todo esto lo hizo a un lado como si se tratara de una telaraña, ignorándolo, respondiéndolo sólo cuando se veía obligado por una extrema necesidad…”.

Dicho esto, ¿qué es lo rescatable de estos hitos biográficos presentes en la figura de Marx y cómo se correlacionan con la figura del intelectual? Pues bien, nos parece que constituyen un insumo necesario para reflexionar acerca de la necesidad de que el intelectual deje su inercia acrítica y el cientificismo puritano. Esto, por cierto, es una situación apremiante para un país tercermundista que, dados sus atrincheramientos institucionales y los graves problemas de desigualdad que presenta, necesita que sus intelectuales tengan como primera tarea servir a su país, siendo paradójico que su tiempo lo utilicen en resolver asuntos privados y se refugien en la neutralidad política; relegándose, en el peor de los casos, a ser meros funcionarios docentes, duplicadores de contenidos.

Es un error pensar que la participación activa y concienzuda en la esfera pública restará “objetividad” o “seriedad” al pensamiento del intelectual. Creer esto significa adherir a la idea liberal de la politización como un atributo esencialmente negativo. Lo dicho acá presenta particular relevancia si nos tomamos en serio la afirmación del propio Marx cuando explicó que “…las ideas dominantes de una época de la sociedad son siempre las ideas de la clase dominante…”, con lo cual previno los peligros que acarrea el hecho que la clase dominante imprima su ideología en todos los aparatos posibles y, en particular, los intelectuales y culturales.

Con todo, lo antes esbozado merita aclarar cuál es la función de un intelectual. Ante ello, debemos decir que, en términos estrictos, Marx mediante la construcción de la pretensión proletaria de la “negación práctica del orden social burgués”, excluye al intelectual, ya que el trabajo de éste se realiza en el seno de instituciones que tienden a perpetuar una tradición ideológica. Esto significa que la figura del intelectual, al ser necesariamente burguesa dado su origen social y su lugar de trabajo (en términos no estrictamente técnico-marxistas), es en esencia una figura frágil y decadente. No obstante, el propio Marx personificó como pocos lo han hecho la figura del intelectual, desde el momento que dedicó su vida al estudio minucioso de la sociedad y la reflexión crítica. Por eso, si parafraseamos a Jean-Paul Sartre, Marx personifica al intelectual que se mantiene fiel a un conjunto político y social, pero sin dejar nunca de discutirlo. Alguien que, en el ejercicio mismo de su trabajo, descubrió —dentro de sí y en el exterior— la contradicción entre las categorías universales con las que trabajaba y la forma en que se reproducía el sistema social. Así fue que, utilizando el aparataje teórico de la filosofía continental y la economía política inglesa, generó un pensamiento original, que puso en tela de juicio las bases mismas de la sociedad de su tiempo.

Ahora bien, hoy en día el sujeto intelectual está agónico, no sólo por su fragilidad ontológica, en tanto burgués desclasado, ambivalente y contradictorio, sino que también por su decadencia social, dadas las embestidas, no sólo de parte del liberalismo, que lo privatizó, despolitizó y relegó a ser unfuncionario que ocupa un micro-despacho en alguna Universidad, sino también, por la aparente imposibilidad de su existencia en una hipótesis marxista. Ante ello ¿cómo rescatarlo?

Lo primero que se debe prevenir es que —en principio— el intelectual no debería formar parte del horizonte utópico de la revolución, porque la figura del intelectual está necesariamente enraizada en un contexto de dominación burguesa. Dicho esto, la pregunta que surge es si acaso la figura de Marx, en cuanto intelectual, no entraña también, una contradicción en sí misma. A este respecto, cabe decir que es posible vislumbrar en la figura del intelectual marxista una suerte de contradicción, mas no una inconsecuencia. Es precisamente la fragilidad del sujeto intelectual —ese estar pero no-estar—, lo que induce al intelectual. Esto es así porque su naturaleza es dual: vive dividido entre la militancia y lo que Max Weber llamó la vocación científica. De ahí su ambivalencia, su tránsito perpetuo entre la burguesía y la clase dominada; entre su confort social y la injusticia que observa a su alrededor.

La destrucción de la figura del intelectual es una cuestión que ha sido implementada tanto por acción como por omisión. Las conductas activas las observamos en el entramado de la élites que conforman el liberalismo capitalista, en tanto el intelectual les genera una incomodidad insoportable; mientras tanto, la pasividad de los políticos profesionales de izquierda ante su desaparición, signa también un síntoma de esta participación conjunta en la aniquilación de este sujeto demediado.

Un Marx en el contexto actual sería también un personaje vilipendiado. A diferencia del sujeto funcionario, quien en virtud de su actitud acrítica e inerte pasa a ser una figura de la cual se pueden servir los distintos grupos de poder, desde la derecha hasta la izquierda, el verdadero intelectual no puede ser domesticado. ¿Cómo es posible domesticar una contradicción?

La única respuesta que parece apropiada ante esta problemática, dice relación con la eliminación de aquellas condiciones que hacen posible al intelectual. Con esto queremos decir que al intelectual hay que resolverlo. Pero, en la medida que no se logre su resolución, su proyección seguirá generando la misma incomodidad. La razón de la fragilidad del intelectual es al mismo tiempo su garantía de persistencia, en tanto la crisis identitaria de la modernidad no se componga. La paradoja que envuelve todo esto es que el intelectual trabaja, precisamente, para poner término a la crisis; por ende, en el fondo, el intelectual termina siendo un sujeto suicida: labora para su propia supresión.

Corolario: un rescate del intelectual no es un regreso a una situación pretérita —en la medida que no conlleva la realización de un acto reaccionario—, sino que es la única forma de mantener viva la llama de la crítica, la única arma discursiva que tenemos para la superación de los problemas que acarrea la dominación del día a día.

* Esta columna fue escrita en co-autoría con Víctor Soto Martínez. Abogado, Ayudante de Derecho Constitucional Facultad de Derecho Universidad de Chile.

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