Si algo llama la atención de las movilizaciones de estudiantes, medioambientalistas y regionalistas de 2011, y de las que se han podido observar en lo que va del año, es la impaciencia de sus protagonistas: una ciudadanía no solo más “empoderada”, como suele decirse, sino también mucho más perentoria en sus exigencias. ¿Por qué los chilenos, en un período no muy lejano, se mostraron más dispuestos que ahora a aceptar un tratamiento gradualista de sus demandas? ¿Cuál es la naturaleza de la profunda desconfianza que se ha instalado en las capacidades correctivas del actual modelo económico-social y político?
A primera vista lo que se observa es la erosión de ciertos mecanismos de legitimación que hasta hace poco habían funcionado. El primero de ellos es la percepción de la educación como medio para una movilidad social siempre ascendente: la expansión explosiva y desregulada del acceso a la educación superior de los últimos años se ha cerrado con un alto porcentaje de una primera generación frustrada y endeudada. Con ello se ha resquebrajado la ilusión de muchas familias de que la educación, especialmente universitaria, era la vía infalible para el progreso de una generación a otra.
El segundo mecanismo de legitimación que se ha debilitado es la percepción del consumo vía endeudamiento como forma de integración social. La llamada “ciudadanía crediticia” se transformó en un poderoso mecanismo no solo de acceso a bienes, sino también de construcción de una subjetividad de inclusión que permitía dejar en la penumbra las condiciones de desigualdad existentes. Cuando una buena parte de los salarios se va a pagar el endeudamiento familiar, pierde fuerza la capacidad del crédito de producir integración y disciplinamiento social.
Debilitadas las ilusiones de la educación como instrumento de movilidad social siempre ascendente y del crédito como forma de inclusión por la vía del consumo, aun quedaba la confianza en la democracia. Sin embargo, el anquilosamiento derivado de un sistema político poco competitivo y el bloqueo institucional de muchos de los temas que generan malestar y demandas sociales, han terminado por erosionar, en sectores significativos de la sociedad, esta confianza en las instituciones y a reforzar la percepción de que una interpelación perentoria y directa a las autoridades pueden resultar más conducentes y eficaces que las clásicas mediaciones representativas de la democracia.
Más allá de la crisis de estos mecanismos de legitimación quizás, en el fondo, lo que ocurre es que una parte importante de la ciudadanía ha experimentado la pérdida del sentido de pertenencia a una misma “comunidad política”. La pérdida de un “nosotros” compartido -como hubiese dicho Nobert Lechner- es, sin duda, fuente de desarraigo y ruptura de los lazos de solidaridad entre los miembros de una comunidad. El mercado como el gran mecanismo de integración, no solo económico sino también cultural, que se ha ofrecido en las últimas décadas al país, tiene el grave defecto de no generar sentidos trascendentes ni de pertenencia. El mercado, por su propia naturaleza, no produce futuro sino solo presente y cuando hay solo presente, la racionalidad que se impone es que todo debe resolverse aquí y ahora, sin mayores dilaciones y de una buena vez.