El ex embajador y miembro de la Secretaria de Relaciones Internacionales del PS y del programa Internacional del Instituto Igualdad publico a comienzos de febrero en El Mostrador una extensa y documentada columna sobre las revoluciones árabes democráticas en curso. Algunos nuevos hechos se han precipitado posterior a esta columna, pero el enfoque global y la información que contiene hace vigente la reproducción de esta opinión.
He visitado Túnez en tres ocasiones en el lapso de poco más de 20 años. En cada oportunidad, la incombustible, sonriente y cada vez más rejuvenecida imagen del hoy defenestrado presidente Zine Elbidine Ben Alí me acompañó infaltablemente en mis periplos. Pues su retrato, exhibido por doquier y hasta en los lugares más inverosímiles, parecía observarlo todo, como un majadero recordatorio sobre quién mandaba efectivamente en ese bello país.
La última vez que lo visité, hace poco más de un año, nada hacía presagiar lo que vendría. Túnez seguía pareciendo un país que lucía ordenado, seguro y próspero en la superficie. Esa superficie de la hermosa e histórica ciudad de Cartago y de las doradas playas de la costa mediterránea tunecina que año a año visitan multitudes de turistas europeos, muchos de ellos probablemente muy demócratas, liberales y hasta progresistas en sus propios países. Pero quienes en plan de vacaciones, como cualquier turista que se precie de tal, no buscan otra cosa que el disfrute, y de ningún modo hacerse preguntas incómodas sobre la naturaleza más profunda y verdadera del país en que se solazan, sea que se trate del Mediterráneo o el Caribe.
Para entonces, traté con escaso éxito de entablar una conversación política con un reconocido intelectual tunecino, miembro de una de las familias más sobresaliente del país y educado en Francia, como la mayoría de los tunecinos ilustrados. Le hice notar entonces mi curiosidad política por el país y sus circunstancias económicas y sociales y, en particular, por el rabioso culto a la personalidad en torno a la figura de Ben Alí, a propósito de lo cual y a manera de estimulante de una conversación que trascurría a tropezones, le hice una breve reseña de la novela El Otoño del Patriarca de García Márquez, para ilustrarlo sobre nuestros propios déspotas latinoamericanos y tratar con mi anécdota de conseguir que se explayara.
No hay que descartar que en gran ganador resulte ser Teherán y sus satélites, como una extensión o réplica de lo que acaba de ocurrir con Hizbollah en El Líbano, donde dicha agrupación fundamentalista acaba de ser integrada al gabinete.
Recuerdo que mi interlocutor hizo un largo y dubitativo silencio para luego darme algunas breves lecciones sobre la historia del país en años recientes. Al final, mirando para todos lados como suele hacer quién teme ser escuchado y denunciado, me dijo con todas sus letras lo que yo mismo ya sabía de antemano.
Que en Túnez se hacían elecciones presidenciales periódicas, que existía un parlamento y hasta agrupaciones políticas. Pero que todo era un fraude orquestado, que el país era una dictadura apenas encubierta, en la práctica una monarquía autocrática regentada por el propio Ben Alí, su familia y otros secuaces, que la corrupción y el clientelismo se habían adueñado de la economía, que la falta de libertad estaba asfixiando al país, y que en el país real, ese que es invisible a los visitantes extranjeros cundía la pobreza y el desamparo. Agregó que todo aquello venía ocurriendo hacía muchos años y a vista y paciencia de las potencias occidentales, en primer lugar de Francia e Italia, empeñadas como estaban en proteger sus propios y mezquinos intereses estratégicos al costo que fuera. Aunque aquello implicara hacer oídos sordos y cerrar los ojos ante la caldera hirviente en que había llegado a convertirse el Norte de África.
Ben Ali logró conformar por más de 20 años un régimen despótico y represivo, un estado policial fundado en el robo institucionalizado y la corrupción. Pese a lo cual, Túnez llegó a ser reconocido y saludado como uno de los países más secularizados del mundo árabe, rasgo muy apreciado por occidente frente al peligro islamita. De igual modo, hasta hace muy pocas semanas, el país pasaba por ser uno de los más sólidos, fuertes y estables de El Magreb.
Claro que a ninguna de las potencias occidentales que habían venido prohijando y encubriendo a esta democracia de opereta se le había ocurrido preguntarse y mucho menos denunciar como un fraude, la circunstancia que en las últimas cuatro elecciones presidenciales Ben Alí se haya alzado consecutivamente con el triunfo con un promedio del 96% de los votos.
Probablemente esta misma superficialidad cómplice, les haya impedido a esas mismas potencias siquiera imaginar que la inmolación de un modesto estudiante y vendedor ambulante de frutas pudiera ser la causa del estallido de la caldera que termino por defenestrar a unos de los hijos predilectos de occidente en el mundo árabe y africano. La reacción tardía les alcanzó, no obstante, para evitar que el tirano terminara buscando refugio en París o en Roma y ante la quitada de piso de sus antiguos e incondicionales aliados, ahora interesados en tomar prudente distancia, acabara con sus huesos en Riad. Abandonado a su suerte pero no pobre, porque el hasta ayer mandamás y ahora prófugo, tuvo el tiempo y el ánimo suficiente para hacer una última y voraz repasada a las arcas fiscales con la ayuda de su diligente esposa, quién se llevó consigo como recuerdo, nada menos que una y media tonelada de oro.
Se ha señalado que entre las mayores debilidades de la revuelta tunecina se encuentran su falta de liderazgo reconocido y la carencia de un programa político explícito. Muy probablemente tales debilidades se pondrán en evidencia ahora que el régimen ha sido derrotado y el fervor popular ha sido momentáneamente saciado. Pero cabe imaginar que el carácter espontáneo e inorgánico de las manifestaciones fue en su transcurso una de sus mayores fortalezas. Una reacción popular conducida por líderes y organizaciones identificables habría sido más fácil de aplastar que lo que fue en realidad. Una revuelta convocada por conducto del cara a cara y las redes sociales como Twitter y Facebook, con un programa consistente casi estrictamente en el anti autoritarismo y el rechazo al régimen, y en donde contra todo cálculo, el islamismo militante no desempeñó ningún papel relevante.
En Túnez se vive hoy una gran incertidumbre. Nadie sabe cómo se resolverá el intríngulis de poder acéfalo y quienes liderarán el relevo. Más importante todavía será dilucidar el itinerario y los objetivos del proceso de transición. Los partidos políticos son extremadamente débiles, son también débiles y carentes de prestigio y ascendiente los sindicatos y las organizaciones sociales en general, por lo cual no será sencillo identificar y empoderar a los actores de recambio.
En este cuadro, no sería extraño que la victoria del pueblo tunecino terminara siendo manipulada y expropiada por lo poderes fácticos subsistentes, de un modo semejante a lo que en su oportunidad ocurriera en Bulgaria, Rumania y Ucrania tras la caída del comunismo. Como se recordará, en esos países y ante el vacío de poder súbitamente generado, una vez que la situación volvió a la calma las estructuras de nivel medio del antiguo sistema se tomaron el poder sobre el Estado y la economía, con lo cual el régimen derrotado retomó el control, aunque con otra fisonomía y otro programa político.
Ahora todo indica que el próximo en la lista será el presidente-monarca, o más bien Faraón Hosny Mubarak, quién representa el más sobresaliente arquetipo del apoyo incondicional que occidente ha venido brindando a los regímenes autocráticos y corruptos en El Magreb.
Mubarak ha gobernado Egipto con mano de hierro desde hace más de 30 años. Existe unanimidad en que desde el punto de vista del cuadro político y estratégico regional, y acaso hasta mundial, una cosa es Ben Ali y otra muy distinta es Mubarak. Egipto es una nación de 80 millones de habitantes y es además, pieza clave e insustituible de la estrategia de occidente para la estabilidad en el Norte de África y el Medio Oriente.
Egipto representa la segunda economía africana, después de Sudáfrica. Históricamente ha ejercido un reconocido liderazgo, tanto a nivel regional africano como en el marco del mundo en desarrollo a escala global. Adicionalmente, Egipto garantiza el libre tránsito por el Canal de Suez, por donde circulan 1,3 millones de toneladas de petróleo al año y el 8% del total del comercio mundial.
Desde el punto de vista político y diplomático, Egipto fue el primer país árabe en establecer relaciones diplomáticas con Israel, luego de suscribir un Tratado de Paz en 1979, tras sucesivas y devastadoras guerras. Desde entonces y hasta hoy, Egipto ha desempeñado un rol crucial como aliado de occidente en su estrategia de contención hacia el mundo árabe frente a la Cuestión Palestina, a cambio de lo cual el país viene recibiendo una ayuda militar de los EE.UU. equivalente a 1.500 millones de dólares al año, con lo cual ha logrado conformar unas fuerzas armadas de gran poder disuasivo externo y de ostensible influencia política interna.
Sin embargo, alrededor del 70% de la población de Egipto vive en la pobreza, y el desempleo alcanza al 25% de la población, con una incidencia especialmente fuerte entre los más jóvenes.
El régimen egipcio es autocrático, corrupto y clientelista. Carece de libertades políticas esenciales para sus ciudadanos, exhibe niveles escandalosos de desigualdad social y viene reprimiendo a la población sin contemplaciones. Ello, pese a que tiene un sistema político en apariencia más libre y competitivo que el que regía en Túnez, y ciertamente, más abierto que el que rige en Libia, Siria, Marruecos, Mauritania o Yemén, por citar algunos países de una lista más larga. Pero por sobre todo, Egipto representa uno de los llamados regímenes fuertes, precisamente porque su sociedad civil es débil y dispersa. Por lo mismo, en Egipto el fraude electoral es moneda corriente y, en esas lides, Mubarak y sus adláteres han demostrado ser consumados maestros.
De todos estos rasgos, públicos y notorios, al igual que en Túnez, tal parece que occidente tampoco se había dado cuenta. Y es precisamente ahora, cuando las multitudes invaden las calles y los días de Mubarak están contados, que arrecian los llamados desde Washington y las capitales europeas, dando voces de alarma y clamando porque la voluntad popular que reclama cambios profundos y urgentes sea escuchada.
Si acaso el hilo conductor de la marea emancipadora no se corta ni se transa, el próximo régimen despótico en derrumbarse debiera ser el de Marruecos, encabezado por el Monarca absoluto Mohamed VI y su séquito de incondicionales. Ciertamente, existen en los alrededores otros tantos regímenes monárquicos para todos los efectos, pero que se presentan como republicanos. Hay también otros tantos autócratas que manejan las arcas públicas como si se tratara de su hacienda personal, y no solo en El Magreb o el Medio Oriente, pero nadie puede parangonarse con el Monarca Alahuí, quién no contento con detentar el poder total, absoluto y hereditario sobre la política y la economía del régimen feudal que encabeza, se autoerige, además, como el único y exclusivo líder espiritual y guardián de la fe de quienes en Marruecos profesan el Islam, es decir, del 99% de la población.
Hasta hoy, y salvo que las circunstancias venideras determinen otra cosa, esta monarquía de carácter medieval cuenta con el apoyo de las democracias republicanas de Francia y España, entre otras. Por razones que nada tienen que con el bienestar de los marroquíes, ni mucho menos con los valores universales de la democracia y los derechos humanos que dicen promover urbi et orbi. Sino que con cuestiones nada de esotéricas, como son los asuntos migratorios (Francia) o las querellas territoriales pendientes (España).
Por cierto que en este esquema pragmático, quienes han de sufrir las consecuencias del inmovilismo que promueve occidente son los propios ciudadanos marroquíes, quienes carecen de los mismos derechos elementales que disfrutan sin inmutarse españoles y franceses. Eso, sin mencionar los sufrimientos del pueblo saharaui ocupado en el Sahara Occidental, quienes son víctimas inocentes de la misma lógica oportunista e hipócrita que vienen aplicando sobre el terreno magrebí las potencias occidentales y que en el caso, hacen posible que el régimen marroquí no solo pisoteé la dignidad de sus propios ciudadanos, sino que además ocupe ilegalmente territorios ajenos sobre los cuales nadie le reconoce título alguno.
Se atribuye a Dean Acheson, Secretario de Estado norteamericano haber dicho en 1949, a propósito del rompimiento de Tito con la URSS una frase terrible aunque reveladora, la cual también se ha atribuido a otro Secretario de Estado, bajo circunstancias también críticas pero dedicada a Anastasio Somoza, el ex dictador de Nicaragua: “Es un hijo de puta, pero es nuestro hijo de puta’’
Esa clase de argumentos no es aceptable, aunque pareciera corresponder perfectamente a la lógica que subyace a la actuación de las potencias occidentales en El Magreb. No se puede apoyar a regímenes que violan los derechos de sus ciudadanos con el pretexto de la estabilidad. Tampoco se puede usar el fantasma del peligro islamita para sostener un estado de cosas intolerable
De algún modo las potencias europeas vienen actuando en el Medio Oriente y El Magreb de un modo semejante al que lo hicieran los EE.UU. en América Latina durante la Guerra Fría. Bajo el pretexto de combatir el comunismo y la subversión, se ampararon regímenes dictatoriales que cometieron toda clase de tropelías y violaciones a los derechos humanos, paradojalmente, en nombre de la libertad, la democracia y otros valores y principios del mundo occidental y cristiano. De un modo análogo, las potencias europeas y también los EE.UU. han instalado y amparado a sabiendas a regímenes despóticos en el norte africano con el pretexto de contener la amenaza representada por el esperpento del fundamentalismo islámico, con las consecuencias que hoy están a la vista.
El estado de nerviosismo de las autocracias se extiende desde Túnez a Egipto, a Marruecos y de ahí a Yemen y Libia, pasando por Mauritania. Sus ecos comienzan a escucharse en Siria, El Líbano y Jordania y podrían extenderse hasta más allá, incluso hasta podrían llegar a Palestina y la zona del Golfo. Solo Argelia parece estar tomando palco de la humareda que se extiende hasta el horizonte, pues como se recordará, los argelinos vivieron su propias explosiones sociales hace poco más una década, pero con la diferencia de que el desafío provino entonces no del mundo social, sino del fundamentalismo armado y terrorista, con un saldo de más de cien mil muertos.
Los hechos que acontecen en El Magreb dan mucho que pensar e imaginar, pero no cabe hacerse demasiadas ilusiones. Hay que ser optimistas, pero no ingenuos. Probablemente, cuando se hayan disipado las humaredas y acallados los estrépitos, no habrá mucha más democracia ni libertad, ni tampoco la triste e inaceptable condición de las mujeres habrá tenido un mejoramiento, y acaso ni siquiera un modesto respiro.
No hay que descartar que en gran ganador resulte ser Teherán y sus satélites, como una extensión o réplica de lo que acaba de ocurrir con Hizbollah en El Líbano, donde dicha agrupación fundamentalista acaba de ser integrada al gabinete. Si aquello llegara a ocurrir, Israel y los EE.UU. deberán enfrentar su peor pesadilla. Habrá entonces que responsabilizar a los ciegos y a los sordos, a los hipócritas y los cómplices por acción u omisión de lo que llegue a ocurrir. Y es muy seguro que de nada les servirá llorar, una vez más, sobre la leche derramada.
DECLARACION PÚBLICA SOBRE LOS SUCESOS DEL NORTE DE ÃFRICA
La ola de descontento popular que se inició con la inmolación de un joven estudiante desocupado en Túnez, sigue extendiéndose por el Norte de Ãfrica y encontrando eco en otros paÃses del medio oriente, donde imperan iguales o peores situaciones de autocracia y opresión.
Las condiciones objetivas para una revuelta popular estaban dadas desde hace muchos años. Pero distintos factores, tanto internos como internacionales, impidieron hasta ahora que la libertad se abriera paso en esa parte del mundo.
A partir de la década de los noventa, tras la caÃda del Muro de BerlÃn, el fin de la Guerra FrÃa y el imperio de la globalización, se construyó un aparente consenso polÃticamente transversal sobre la preeminencia insustituible, bajo cualquier régimen polÃtico, de los derechos humanos fundamentales como valores universales, incluidos los derechos económicos y sociales, civiles y polÃticos. Sin embargo, lo que era bueno y exigible para algunos, se constituyó en moneda de cambio para los otros, de modo tal que en este caso particular, pero no exclusivo, buena parte de la humanidad, en primer lugar la Unión Europea y los Estados Unidos, casi siempre por razones oportunistas y de real politik, optaron por cerrar los ojos y hacer oÃdos sordos frente a una situación intolerable que castigaba sin piedad a millones de seres humanos.
El mundo occidental optó por sacrificar la democracia y la libertad de árabes y magrebÃes en función de una polÃtica de contención del fundamentalismo islámico cediendo al chantaje de las autocracias dominantes, que como en los casos de los defenestrados Ben Ali y Mubarak, se presentaron y fueron reconocidos como garantes de la paz y la estabilidad en la región. Poco importaba que dicha estabilidad se erigiera sobre el autoritarismo, la opresión y el abuso, sobre la cleptocracia y sobre la miseria material y moral de millones de personas.
Evidentemente, también el objetivo de acceso seguro a fuentes energéticas por parte de las grandes potencias, como el petróleo y el gas, ha desempeñado su papel en la construcción de esta trama que parece estar llegando a su fin, y ha llevado por décadas a millones de seres humanos al infortunio y la desesperación.
La izquierda y el progresismo, de manera muy desafortunada e incongruente con sus principios, también ha sido parte, al menos por omisión, de este cuadro de indiferencias e intrigas. Organizaciones como la Internacional Socialista (IS), por ejemplo, han aceptado y tolerado que partidos que hacer parte de estas democracias de opereta hayan logrado la membresÃa, e incluso llegado a ejercer responsabilidades polÃticas directivas. Decisiones muy recientes, como la expulsión de partidos tunecinos y egipcios, no lograrán por sà mismas reparar el daño causado por este conducto a los respectivos pueblos afectados por la legitimación de sus opresores. Tampoco son suficientes para devolver el prestigio y la coherencia a organizaciones que por sobre cualquier otra consideración, deben en primer lugar honrar su compromiso de promover y defender la democracia, la libertad y la justicia social.
La polÃtica internacional de los partidos polÃticos no puede ser otra cosa que la proyección coherente de los valores y principios que se proclaman como buenos y deseables para el propio paÃs. Los socialistas estimamos que la libertad, la democracia pluralista y el pleno respeto de los derechos humanos constituyen valores, principios y fuentes principales de inspiración de nuestro proyecto para Chile.
En consonancia con estos principios irrenunciables, proclamamos nuestra irrestricta solidaridad y compromiso con todos los pueblos que en el mundo luchan por sacudirse de la opresión.
Saludamos a los ciudadanos tunecinos y egipcios por la gesta libertaria que acaban de protagonizar. Solidarizamos con la lucha que libra el pueblo libio por conquistar su libertad desafiando la cruenta represión.
Instamos a otros pueblos del Norte de Ãfrica y del Medio Oriente, a seguir el camino que han señalado con valentÃa y decisión los precursores de estas revueltas ciudadanas.
Mesa Ejecutiva
Partido Socialista de Chile
Santiago, Chile. Febrero 27 de 2011