JAVIER CASTILLO, redseca.cl
Hace algunos días, el Ministro de Educación confirmó el fin de la selección por mérito o cualquier otro motivo en todas las escuelas que reciben fondos públicos, algo que incluye de manera programada a los llamados liceos emblemáticos. Esta es una medida largamente anhelada por los sectores progresistas del mundo académico vinculado a la educación. Desde su óptica, terminar con la selección en el sistema escolar tendría dos importantes beneficios. A saber, fomentar la integración social y mejorar el rendimiento de los alumnos menos aventajados. Ambas serían consecuencias derivadas de poner fin a la segregación de los sectores medios que, por una mayor acumulación de capital cultural y material, suelen obtener mejores resultados que sus pares de clase baja en las pruebas de selección. Así, en aulas más diversas desde el punto de vista del origen social y el rendimiento académico de sus estudiantes, podrían gestarse procesos de socialización tendientes a la dilución de prejuicios basados en diferencias socioeconómicas y al aprovechamiento, por parte de los alumnos de peor rendimiento, de los recursos y estrategias de aprendizaje de sus pares más destacados (ver columna de David L. Kirp).
Desde la mirada de una ética igualitarista, el sacrificio de los buques insignia de la educación pública valdrá la pena si se alcanzan los beneficios antes mencionados. No obstante, desde esta misma óptica, existen dos hechos que debiesen llevarnos a matizar este razonamiento. Primero, se les exigirá a las familias de clase media que renuncien a la posibilidad de auto-segregarse y con ello a que sus hijos accedan a una mejor educación. Segundo, se nivelarán los resultados globales de todos los liceos públicos y con ello se pondrá fin a la posibilidad de constituir una elite de profesionales de clase media vinculados por sus colegios de egreso. Ambas son consecuencias previsibles de la reforma planteada, pero constituyen un problema no menor si se mantienen intactos los privilegios educacionales y sociales que permite la educación particular pagada, por lo menos en su formato actual.
Impedir la concentración de estudiantes de sectores medios y alto rendimiento en establecimientos de excelencia traerá, a través de lo que se conoce como “efecto pares”, importantes beneficios para el resto de la población escolar y ayudará a reducir el impacto de las desigualdades socioeconómicas en el rendimiento educativo. Esto, en el marco de la lucha contra los privilegios, aparece como una operación redistributiva de capital cultural y simbólico. Sin embargo, esta descansará casi exclusivamente en el sacrificio de los sectores medios si no se hace nada para evitar la selección, por cualquier tipo de razones, en los establecimientos particulares. De darse esta situación, estaríamos nivelando oportunidades y resultados entre sectores bajos y medios sin hacer nada para enmendar un importante problema derivado del patrón de estratificación social de Chile: las numerosas barreras para acceder a la élite y la gran distancia, en cualquier indicador de nivel socioeconómico, entre esta y el resto de la población (Torche 2005). Este último punto adquiere una particular importancia si consideramos que uno de los principales impedimentos para acceder a posiciones de alto estatus en Chile lo constituye el hecho de no haber egresado de un colegio de élite (Núñez 2004; Zimmerman 2013). Más problemático aún es este aspecto de la reforma educativa si lo observamos a la luz de los argumentos que ha dado el gobierno para justificar la reforma tributaria, pues en este último caso se ha dicho que la razón de fondo es tocar las intereses de los “poderosos de siempre” para tener una distribución de ingresos más igualitaria. Así las cosas, de la propuesta para terminar con la selección en el sistema escolar se desprende que el problema de la desigualdad en Chile se situaría entre las clases bajas y medias, negando precisamente lo dicho por el gobierno para fundamentar su intención de modificar la estructura impositiva del país y lo que indica la evidencia empírica.
Junto con lo anterior, el término de los liceos de excelencias supondrá el fin del capital simbólico que entregan a sus egresados y de la red de profesionales de clase media que a partir de ellos se constituye. Estos dos efectos combinados permiten combatir parte de la perniciosa asociación entre ocupaciones de alto estatus y colegios de elite. Prueba de ello es que aún podemos constar la presencia de algunos de sus egresados en cargos públicos y privados reservados casi exclusivamente para exalumnos de los más conspicuos establecimientos particulares del país. Buena parte de la existencia de esta excepción depende de los dos fenómenos mencionados al comienzo de este párrafo. Primero, el histórico buen rendimiento académico de sus estudiantes les ha permitido acceder a buenas universidades y –en función de ello- a ocupaciones prestigiosas, constituyendo una red con presencia en distintas áreas de la vida nacional. Esto, en el marco de una sociedad donde los contactos personales y los vínculos de origen son factores relevantes para determinar el derrotero laboral de las personas, explica parte de la excepcionalidad ya mencionada. Segundo, el consabido nivel académico de sus estudiantes les ha otorgado un alto prestigio a estos liceos, incluso entre los miembros de la clase alta (ver ranking de prestigio de colegios publicado por la Revista El Sábado el año 2006), lo que también ayuda a explicar que alguno de sus egresados rompan el cerco tácito que los miembros de la élite establecen en torno a las ocupaciones de mayor estatus.
Lo problemático de esta situación es que estas particulares características de los liceos emblemáticos dependen en parte de la selección de buenos estudiantes. De este modo, si se suprime esta posibilidad en los establecimientos públicos y se dejan inalterados los criterios de admisión a los colegios privados, se corre el riesgo de terminar con una de las pocas plataformas de movilidad social y dejar indemne uno de los motores institucionales de la desigualdad en Chile.
Frente a este escenario, no debe concluirse que la solución es renunciar al término de la selección en el sistema escolar. Por el contrario, se trata de ponerle fin teniendo ciertas consideraciones con los liceos emblemáticos e intervenir también los criterios de admisión de los colegios privados. Lo primero guarda relación con la entrega de recursos especiales para afrontar los mayores costos que implica educar a alumnos de distintos niveles de rendimiento, manteniendo el estándar de excelencia que caracteriza a estos establecimientos; lo segundo, con obligar a los colegios privados a contar con cuotas para estudiantes que por sus ingresos familiares no pueden acceder a ellos y, en paralelo, terminar con los actos de discriminación –por religión, apariencia o capital cultural- presentes en sus procesos de admisión. Considerar ambos aspectos es fundamental para luchar contra la segregación en todos los segmentos del sistema escolar, manteniendo las pocas plataformas de movilidad social que existen dentro de él y socavando las instituciones que generan barreras de entrada a las posiciones de mayor estatus.
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