El delito juvenil y los riesgos de una política simplista

Las dos muertes ocurridas recientemente en manos de adolescentes menores de 18 años provocaron un fuerte impacto en la opinión pública, tanto por las características de las víctimas como por la gravedad que reviste la juventud de los autores. Y si bien resulta lógico que el actual gobierno se haya sentido golpeado, puesto que su programa prometía poner fin al actuar delictivo que afecta a nuestro país, sorprende su respuesta: limitándose a la sola lógica del control y la penalización, se demanda a los jueces mayor dureza y se plantea una reforma de la Ley de Responsabilidad Penal Adolescente con el fin de aumentar la gravedad de las penas consideradas en ella; todo lo cual aparece muy simplista y reconocidamente ineficaz.

Resulta curioso observar que son los dos adolescentes que hoy se enfrentan a la justicia los que se encargan de mostrar la complejidad y multideterminación del problema, poniendo en evidencia la necesidad de superar las reacciones facilistas, en consideración a que se requiere una política multicomponente, articulada y conductora de procesos.

Uno de los adolescentes -el asaltante del hogar de la comuna de La Reina- muestra una historia de vida marcada por carencias, abandono y falta de oportunidades en la que queda de manifiesto el grave déficit de las políticas públicas, evidenciada en la llamada “puerta giratoria” del SENAME, que debió experimentar en varias oportunidades, resultando así un caso que nos muestra, por sí solo, toda la complejidad de la tarea que se tiene por delante.

Distinto es el caso del joven que dispara y mata al carabinero. Aquí, el problema, son las armas de fuego, cada vez más abundantes en las poblaciones populares del gran Santiago, donde se las adquiere o arrienda con gran facilidad. Ellas aparecen diariamente, utilizadas por quienes conforman bandas de traficantes que compiten por territorio; drogadictos que necesitan consumir o que son perseguidos por sus deudas; o bien simples riñas de adolescentes que hoy portan pistolas con facilidad y cuyas peleas ya no se resuelven a golpes sino mediante armas de fuego. En este caso, es la incapacidad de las policías para erradicar estas armas lo que aparece como una gran debilidad de la política de control y prevención en los territorios. Es un tema ligado al dinero de la droga, en el que parece haber un nudo ciego que sostiene a las bandas locales, así como también a los grandes carteles que manejan desde lejos el negocio.

De lo que se trata es reconocer y no escamotear la exigencia de integralidad que requiere una tarea como ésta, para lo cual resulta necesario operar al mismo tiempo en toda esta intrincada red, entendiendo que ella hace unidad al conformar un complejo y dinámico sistema. Por eso es tan grave que existan puntos ciegos, como el lavado de dinero. O grises, como las debilidades policiales para ubicar las armas o los locales de los narcos. Y junto a ellos, las carencias en políticas preventivas para los niños, niñas y adolescentes que viven en condiciones de vulnerabilidad, que requieren más amplios y efectivos programas de alerta temprana que permitan llegar hasta el adolescente “antes” que éste inicie conductas infractoras de ley.

La anunciada revisión de la Ley de Responsabilidad Penal Adolescente constituye una necesidad no para un endurecimiento de las penas, sino para corregir los efectos de la débil mirada social que tuvo su elaboración, lo que ha restado efectividad al modelo utilizado. En plena instalación de la Convención de Derechos de la Infancia y Adolescencia, el papel decisivo de los juristas -muchos de ellos destacados especialistas nacionales y extranjeros – hizo que el derecho al debido proceso, junto con la responsabilización a través de la pena, se constituyeran en el logro esencial a alcanzar. Siempre cautelosos de asegurar la total superación del enfoque tutelar, los juristas desconfiaban de la tarea psicoeducativa y de la necesidad de contar con acciones dirigidas a la reinserción social.

El peso de esta influencia se evidencia en los centros donde se encuentran los adolescentes privados de libertad, lugares del Sename a los cuales la ley demanda “hacer efectiva la sanción”, sin apreciar ni intervenir en los factores externos al adolescente: la familia, el sistema educativo, el barrio. Es a ello a lo que hace referencia un adolescente, cuando dice, mientras elabora un mueble en un taller: “Sí, me gusta lo que hago. Y estoy bien…Pero saldré…y todo seguirá igual”.

Similar problema se aprecia en las sanciones que se cumplen en el medio libre, en las que sólo se evalúa la penalidad que corresponde al delito, sin considerar la complejidad del entorno y la profundidad del daño personal que presenta el adolescente, cuestión indispensable para evaluar los tiempos y la intensidad del acompañamiento psicosocial que requiere y las intervenciones del contexto familiar y barrial que deben ser consideradas.

Privilegiar, como lo ha hecho el gobierno, aquellos gestos que podían hacerlo parecer fuerte y capaz de ejercer control, era elegir un camino que no sólo no es eficaz, sino que, además, hace escamotear la verdad. Porque desestimar el endurecimiento de penas para privilegiar la compleja dinámica social, comprometiéndose con una tarea que exige la articulación de muchos actores, poderes del Estado, particulares y comunidad es, sin duda, un camino sin el efectismo y la simplicidad que tiene la dureza castigadora. Pero es lo que se espera de un gobierno responsable.

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