Las reglas del juego

Ernesto Águila

En su definición más básica y procedimental, la democracia, según Bobbio, es un puñado de reglas. El sistema electoral binominal incumple varias de estas reglas elementales. Un principio básico es que todos los votos tienen igual valor, sin embargo, en el binominal los votos de la primera mayoría, si no doblan a la segunda, valen lo mismo que esta última, pues eligen igual número de representantes. En su extremo las preferencias de un 66% de los electores pesan lo mismo que las de un 34%. Rota la regla de la igualdad del voto, se impide la realización del “principio de mayoría” (gana una elección y es mayoría quien obtiene un voto más), que opera de manera automática en elecciones uninominales (presidente de la república o alcaldes) o bien aproximándose vía “cifra repartidora” en elecciones de tres o más escaños. Si lo que se espera de un sistema electoral es que traduzca, de la manera más fiel posible, la voluntad popular en número de representantes, el binominal está por debajo de los estándares democráticos mínimos.

Se dice que el binominal y el empate que éste estimula favorecen por igual a las dos primeras mayorías, lo que es solo una verdad a medias. Luego del binominal se establece otra barrera a la soberanía popular: los llamados quorum supramayoritarios – la mágica fracción de 4/7 – verdaderos centinelas del status quo en temas sociales, económicos y políticos relevantes. Es decir, antes de que los/as ciudadanos/as emitan sus votos, un sector político –en este caso la derecha y sus ideas- ya ha obtenido los 4/7 del parlamento en temas fundamentales y opinables, mientras aquellos que quieren realizar cambios deben alcanzar la mayoría -no la simple sino la de estos quorum extraordinarios- compitiendo en un sistema electoral donde para constituirse en mayoría se debe doblar al oponente.

Aunque el binominal ya no cuenta con defensores públicos, no todos quieren modificarlo a fondo. Se juega con cierta astucia a oponerse sin oponerse. Las críticas apuntan a aspectos que resultan secundarios, en particular el aumento del número de parlamentarios, como si fuera posible introducir proporcionalidad al sistema sin dicho incremento. Hay que reconocer que la medida de aumentar los parlamentarios, con los gastos que implica, carece de popularidad, pero no existe otra solución para dotar de proporcionalidad democrática a nuestro sistema electoral. El número tampoco es un detalle pues si se impone un incremento mínimo de escaños se va directo a un “binominal remozado”, con un número acotado de distritos y circunscripciones proporcionales y una mayoría bajo modalidad binominal (fórmula RN-DC previa a la elección presidencial).

Sin una opinión pública  atenta y movilizada nada asegura que los parlamentarios, temerosos de los redistritajes o de algún otro cambio  subalterno que perciban como una amenaza a su elegibilidad futura, no hagan fracasar la reforma por la vía de limitarla a un “binominal corregido”. Lo que está en juego en esta reforma no es el simple cambio de un sistema electoral por otro, sino la restitución, luego de 25 años, de reglas elementales y fundantes de la democracia en la elección de nuestro poder legislativo.

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