Ley Hinzpeter: la derrota del populismo penal

Hinzpeter

Víctor Soto y Nicolás Facuse

Max Weber nos recuerda en uno de sus ensayos que quien hace política pacta con los poderes diabólicos que acechan en torno de todo poder. En otras palabras, que el político suele enfrentarse con paradojas éticas, y la tentación de hacer el mal para conseguir un fin —a su juicio— virtuoso, está a la vuelta de la esquina. Una de las tentaciones más comunes —y pedestres— de la política consiste en demonizar al adversario, acusarlo de hereje. Se trata, claro está, de una acción infantil; cuando el electorado está lo suficientemente maduro e informado, la utilización de dicha estrategia se torna más complicada. Sin embargo, puede rendir frutos si previamente se ha confundido deliberadamente a la opinión pública.

La semana pasada presenciamos un ardid de esta naturaleza; su ejecutor fue el mismísimo Presidente de la República. Con una falta de tacto sorprendente, la máxima autoridad de nuestro país intentó obtener un rédito político de una tragedia: el fallecimiento del subteniente de Carabineros Daniel Silva Rodríguez, asesinado por avezados criminales durante el asalto a una caja de compensación. Con ese raro sentido de la oportunidad que lo caracteriza, el jefe de gobierno decidió aprovechar este momento de debilidad extrema para anotarse un triunfo legislativo. Así, no vaciló en comparar dos situaciones diametralmente distintas: un homicidio terrible que todos repudiamos sin ambages, con la votación de un proyecto de ley que —en su concepto— buscaba fortalecer el resguardo del orden público, pero que —en la realidad— significaba un serio atentado contra las libertades públicas, criminalizando la protesta social.

La desesperada movida no le bastó al gobierno para lograr la aprobación, ya que el pasado martes 6 de agosto, si bien se aprobó la ley en general, se rechazaron en particular los artículos e indicaciones sustanciales, que apuntaban a la criminalización de la protesta. Así, el proyecto sigue vigente, pero de él sólo queda una cáscara vaciada de contenido.

¿Cómo llegamos a esta situación? En primer lugar, cabe señalar que la iniciativa generó desde el inicio de su tramitación, en octubre de 2011, una fuerte resistencia en amplios sectores de la población. Dicha resistencia no provino tan sólo de los sectores más ideologizados; hubo manifestaciones de rechazo tanto desde el activismo político, estudiantil o gremial, como desde el mundo académico, el periodismo y el mundo social. Y es que, en el contexto de las movilizaciones del año 2011, el ciudadano común pudo adquirir conciencia de la represión estatal de la protesta, y presenció cómo el gobierno respondía a sus demandas de justicia social con nuevas propuestas de ley represivas, optando por silenciar las voces críticas de los manifestantes en vez de abrir nuevos espacios para el pueblo.

Decimos que la estrategia fue burda, porque el proyecto de ley difícilmente cumplía con los mínimos estándares constitucionales. Ya desde el Mensaje era posible vislumbrar la pretensión absolutista que guiaba al gobierno, lo que se denota en la vaguedad del concepto de orden público que éste proponía. Así, éste era sucesivamente definido como “tranquilidad” en el respeto a la ley, como “correcto ejercicio de la autoridad” y “fiel cumplimiento” de sus órdenes por parte de los gobernados, pero sin referencia alguna a un contenido específico. Es decir, se perfilaba al orden público como mera cláusula abierta a ser rellenada por la autoridad de turno. En derecho la vaguedad suele ser sinónimo de arbitrio —mientras más vago es un concepto se puede aplicar a más situaciones.

Todo esto da pie para pensar que el actual gobierno entiende el orden público tal como lo entendía Francisco Franco en su Ley orgánica del Estado de 1967: como una cláusula general habilitadora —e indeterminada— para la actuación del poder ejecutivo. Se trata, por cierto, de una noción derivada de la tradición del constitucionalismo español, que tiene su raíz en la Constitución de Cádiz de 1812. En su discurso preliminar, don Agustín de Argüelles perfilaba la figura del Rey como una “autoridad verdaderamente poderosa… suelta de todo cargo y, por tanto, sagrada e inviolable en obsequio del orden público”. Este gobierno, en pleno siglo XXI, se ha esmerado, pues, en resucitar una visión que entiende al orden público como mero arbitrio del monarca constitucional -que en Chile denominamos eufemísticamente “Presidente de la República”-.

Sin embargo, este no es el único problema de la ley; también se sobredimensiona la importancia del orden público, equiparándolo a los derechos fundamentales. Si los derechos dependieran enteramente de conceptos vagos como éste o la seguridad nacional, el Estado siempre tendría alguna buena razón “objetiva” para denegar a un ciudadano el ejercicio de un derecho. Por eso, dichos conceptos sólo operan como límites que pueden afectar meramente aspectos accidentales —no esenciales— de un derecho dado. Es decir, en ningún caso pueden afectar aspectos primordiales del derecho en cuestión.

Por ejemplo, hasta el pasado martes, el proyecto de ley se proponía convertir en delito el “alterar la libre circulación de personas o vehículos por puentes, calles, caminos u otros bienes de uso público semejantes” —art. 269, i, Código Penal. ¿Qué se entendía por “alterar”? El proyecto no lo aclaraba. ¿Quién interpreta la ley? La autoridad de turno —y específicamente, en el caso de las reuniones públicas, los agentes de policía que encarnan a dicha autoridad. En definitiva, el malogrado proyecto le otorgaba a la policía la plena potestad para disolver una manifestación cualquiera y aplicar la sanción penal correlativa cuando ésta interpretara que se estuviera alterando, con motivo de la protesta, la libre circulación de personas o vehículos. Por otro lado, el derecho de reunión tiene como objetivo, precisamente, permitir a los ciudadanos usar las calles para manifestarse, por lo que aquí el orden público se convertía en una limitación esencial al ejercicio de este derecho.

No es de extrañar, entonces, que el proyecto de ley se hubiera ido desmembrando rápidamente debido a la presión de distintos grupos de la ciudadanía que veían, con justificado temor, la posible conculcación de sus libertades más básicas. Esto fue lo que ocurrió, menos de tres meses después de ingresado el proyecto, con la regla que le otorgaba a la policía la facultad de requerir —sin autorización judicial previa— la entrega “voluntaria” de material audiovisual donde se hubiera registrado una situación de “desorden público” —art. 83, f, Código Procesal Penal. Y es que el precepto fue vehemente rechazado por el Colegio de Periodistas, el cual ejerció presión para conseguir su temprana eliminación del proyecto. Esto se repitió con muchas otras normas, que tipificaban acciones como la toma pacífica de recintos -art. 269, iii, Código Penal-, la ya citada interrupción del tránsito por parte de los manifestantes; o incluso, la insólita criminalización de quienes “hayan incitado, promovido o fomentado” los supuestos desórdenes públicos -cláusula genérica del art. 269, Código Penal-, siendo ésta última una norma que, con su apertura y ambigüedad, permitía la persecución no sólo de los supuestos hechores, sino también de quienes profirieran discursos que la autoridad considerara peligrosos.

También ocurrió lo mismo con una de las medidas más publicitadas por el gobierno: la doble penalización de quienes cometieran delitos a rostro cubierto. El rechazo de este precepto no quiere decir que se busque dejar a los famosos “encapuchados” en la impunidad –como en sucesivas ocasiones se ha insinuado. Al contrario, este rechazo implica volver a uno de los principios básicos de nuestro Estado de derecho: las personas deben ser juzgadas por sus hechos, no por su vestimenta o ideología.

A este proyecto se le puso suma urgencia en 28 ocasiones, lo que demuestra la gran importancia que reviste para el actual gobierno, al punto de que podríamos calificarlo como uno de sus proyectos emblemáticos. El resultado de la votación del pasado martes es, por cierto, ambiguo en más de un sentido. Al aprobarse la ley en general, lo que resta del proyecto podrá pasar a ser revisado por el Senado. Esto consiste en dos preceptos: 1) la inclusión de los integrantes de las Fuerzas de Orden y Seguridad Pública y de los funcionarios de Gendarmería de Chile que se encuentren en el ejercicio de sus funciones dentro de las autoridades contra las que se puede cometer el delito de desorden público; 2) la disposición que permite al ministro del Interior, a los intendentes y gobernadores, según corresponda, interponer querellas en caso de los delitos de desórdenes públicos.

Lo problemático, sin embargo, es que en el Senado todavía podría reabrirse, mediante indicaciones, el debate sobre algunos de los preceptos omitidos, lo que genera un justificado temor en muchos grupos.

Esto nos indica que las organizaciones de la sociedad civil que han participado en este debate oponiéndose al proyecto no pueden abandonar su posición vigilante. Sin embargo, el progresivo vaciamiento de contenido de la ley y el decidido rechazo de la mayor parte de sus preceptos, con argumentos fundados basados en el rigor académico, nos da pie para ser optimistas.

Este gesto nos indica que la mayor parte de nuestros diputados decidió no rendirse ante los cantos de sirena de quienes pretenden que los problemas sociales se pueden resolver usando impropiamente el derecho penal. Es de esperar que dicho gesto sea replicado en el Senado, y se le pueda dar así el golpe de gracia definitivo a uno de los proyectos más dañinos para la democracia y las libertades públicas que hayamos visto en los últimos años.

Fuente: El Mostrador

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