Carlos Lorca

Carlos Lorca

Recuerdo a Carlos Lorca como un hombre de inteligencia, sensibilidad y compromiso excepcionales. Compartimos conversaciones, discursos, elecciones, en ese enorme pasillo frío e inhóspito al que se entraba por calle Profesor Zañartu y que a la vez doblaba como un pasillo íntimo, cálido y acogedor, porque, sin que en ese tiempo pudiéramos valorarlo cabalmente, pero quizás también sin que necesitáramos tomar conciencia de ello para absorberlo, era la provisoria sede de la Facultad de Medicina de la Universidad de Chile. Como nosotros, algún día Salvador Allende, Eduardo Cruz-Coke o Hernán Alessandri habrían compartido conversaciones, discursos, elecciones en equivalente pasillos. Heredábamos, sin saberlo mucho, la historia de la medicina, de la investigación científica y de la salud pública chilenas.  Heredábamos los orígenes del sistema público de salud. Si en nuestro Museo de la Medicina uno mira, para aproximarse a esa herencia, fotografías de esos años fundacionales para el derecho a la salud en Chile, se encuentra, entre los pacientes en las salas de espera de algún consultorio, con la mirada elocuente de esos obreros que se vestían de corbata para ir ver al Doctor, o con la mirada aliviada de la madre con su niño en brazos. Sin saberlo mucho, heredábamos una historia de civilización y progreso. La medicina, más que curar enfermedades, parecía otorgar una dignidad largamente debida.

En ese pasillo debatimos la Reforma Universitaria, de la que Carlos sería un pensador y dirigente preclaro. Allí estaban el Centro de Estudiante del cual Carlos sería Presidente y el Casino de la Laurita donde podía encontrársele conversando con Jorge Klein. Las paredes sostenían capas de carteles y afiches. La cotidianeidad era generosa, amable. Los sentimientos solidarios primaban por lejos sobre los de rivalidad y los compañeros eran más amigos que competidores. Nadie tenía tarjetas de crédito. La educación era gratis, pero eso no obstaba que nos sintiéramos endeudados, una deuda imprecisable, ambigua, vaga con Chile y su pueblo. Incluso, era frecuente que quienes emigraban después de recibidos buscaran formas de retribuir de algún modo la muy buena educación médica recibida.

En muchos sentidos el proyecto de la Unidad Popular, como ya entonces se dijo, era tan profundizador como era rupturista. Nosotros no constituíamos una juventud que, por ejemplo, criada en una dictadura anhelara una libertad desconocida. Más bien nuestras condiciones de existencia consistían en la experiencia de educación gratuita, de elecciones y democracia cotidiana y ubicua, de aprender lo que era la patria compartiendo hijos de ferroviarios, comerciantes, profesores, campesinos, médicos, industriales, en una misma aula en que nos cobijaba el sistema de educación pública. Después vendrían otras experiencias concretas que, como el trabajo voluntario, nos resultarían naturales.

Si bien insistíamos en la racionalidad de herramientas teóricas que afirmábamos nos guiaban en nuestro accionar político y en el diseño de la sociedad futura, en realidad me parece en retrospectiva que eran más bien las emociones y los sentimientos los que subyacían a nuestro compromiso. La pobreza, los estragos del invierno en poblaciones de precariedad extrema, las tomas de terrenos que daba origen a esas poblaciones frágiles. Las huelgas, las marchas, (recuerdo la impresión de niño de ver a los obreros del carbón con sus familias entrando a Concepción tras marchar más de treinta kilómetros), todo eso hacía que estuviéramos expuestos, uso el término casi en sentido epidemiológico, a las ideologías que impulsaban los cambios sociales. Era casi inevitable rechazar el egoísmo, la mezquindad y abrazar causas igualitarias.

La sociedad y sus conflictos se escurrían por todas partes hacia el interior de la universidad, pero, como siempre, éramos los estudiantes de entonces su mejor vehículo. El anhelo natural del estudiantado de vincular su lucha generacional al devenir de la sociedad toda, para nosotros se cumplía con excesiva espontaneidad. Los grandes proyectos que se delineaban para el país ordenaban y organizaban al movimiento estudiantil. (Paréntesis: de las cosas a las que más me ha costado adaptarme en los años post-retorno de la democracia, es a la falta de resonancia entre los estudiantes de los proyectos nacionales de la política real).

Los integrantes de esa generación a las cual pertenecían quienes hoy reciben nuestro homenaje vivíamos una sensación de umbral: intuíamos y anticipábamos un mundo tan diferente que ya queríamos comportarnos distinto. Era una alegría incomparable, única, que a pocas generaciones les está reservado conocer.

El ascendiente moral de Carlos sobre sus compañeros de militancia, pero también sobre los dirigentes y militantes de otros grupos políticos, era verdaderamente excepcional. Después, en muy corto tiempo, habría de ocurrir el paso de Carlos desde los pasillos de la Facultad de Medicina a dirigente político principal desenvolviéndose en desprovista clandestinidad bajo una dictadura de crueldad inimaginable. No sé si podremos entender, ni siquiera si entender es la palabra, cómo en el mismo suelo patrio que recién evocaba, había de ocurrir la detención, el sometimiento a una tortura extrema, la desaparición de Carlos Lorca. Es muy posible que Carlos y quienes como él se autoimpusieron compromisos y responsabilidades en contextos extraordinariamente peligrosos, habían aceptado ese fin como posible, si es que no, inevitable. No sé siquiera cuánto, mentes tan lúcidas como las de ellos, podían anticipar lo que habría de ocurrir; cuán lógicamente deducibles les podría haber parecido que para aplastar los grandes ideales de toda una generación habría de aplicar proporcionalmente los más brutales y primitivos sistemas represivos.

El asumir que Carlos Lorca y sus compañeros fueron torturados y hechos desaparecer nos impone reflexionar sobre una presencia y sobre una ausencia. Es a esa dualidad a la que quiero referirme.

Están presentes en el sentido más emocionalmente espontáneo de que ellos permanecen en la conciencia de muchos coetáneos que los conocieron y de que su recuerdo es transmitido a quienes en el futuro los tomarán de ejemplo. Neruda empieza su «Canto a las madres de los milicianos muertos» diciéndoles «¡No han muerto!». Estarán presentes en las luchas de quienes compartirán sus mismos ideales. Pero también están presentes, quizás habría que decir, sobre todo están presentes, en la cotidianeidad de esos años horrorosos de la dictadura, durante los cuales, tantos, a conciencia o sin proponérselo, dieron las mayores muestras de lealtad y adhesión a los valores y principios por los que había caído Carlos. Pienso en quienes sin titubear corrieron los mayores riesgos para ayudar a sus compañeros. Pero pienso también en quienes simplemente permanecieron, sin contar muchas veces con los medios más elementales, por una convicción de vida de pertenencia al sistema público, leales a sus niños como profesores en alguna escuela pública o como médicos pediatras en algún consultorio, o a los académicos de las universidades estatales. Es a ellos que debemos la no desaparición de nuestro patrimonio social en educación y salud. Es este un triunfo cotidiano de humanidad ante el esfuerzo feroz de los ideólogos de la dictadura por imponer un individualismo extremo, ante el discurso sobre el chileno cambiado que ya no esperaba nada del colectivo sino sólo confiaba cada uno en sí mismo como agente privado. Ese amargo discurso, con su paradoja sin disfraz, volvería tantas veces a nuestras mentes. Por ejemplo, en mi caso, al contemplar atónito las escenas de pillaje tras el terremoto de 2010, mientras recordaba la ayuda solidaria desplegada en el de 1960.

Más difícil de entender es la presencia de Carlos en lo que habría de suceder en Chile tras el retorno a la democracia. Porque aquí, pienso, la sombra de las torturas y las desapariciones instalan un contexto que se hace tan ineludible en su presencia como enigmático en su interpretación. La tortura de los regímenes dictatoriales, además de extraer información para desarticular las organizaciones de resistencia, pretende estabilizar un gobierno sometiendo bajo el terror a la población. Han sido tema de análisis los procesos psicológicos que logran llegar a conformar un torturador y la dualidad moral entre el torturador y quien genera las condiciones para que exista la tortura, es decir, el responsable y aval moral del torturador. Sin embargo, en el caso de nuestra historia propia y reciente, la tortura tiene profundos y persistentes efectos políticos. La tortura, en la medida que niega totalmente a un individuo su condición de tal, es incompatible con cualquier futura instauración liberal, lo que, en el caso específico de Chile significaba dejar fuera de juego a quienes querían proponer una sucesión política de corte liberal tras la dictadura y justificaba la mantención de restricciones políticas después de la dictadura para no dar paso a represalias. Cómo un liberal podría hablar del derecho natural inmanente al individuo si se practica la desaparición de cuerpos, si se impide el culto a los muertos que ya es algo inherente la condición humana. Pero, me permito sugerir, la tortura practicada sobre Carlos y tantos otros, en un cierto sentido influye también en el modo cómo se perfilan los opositores políticos a la dictadura tras el retorno a la democracia. Porque si bien era necesario hacer concesiones para que fuera posible la vuelta al juego político, es demasiado difícil que una de ellas sea eludir el juicio moral a una dictadura como la que tuvo Chile sin que eso conlleve una carga desestructurante para la propia identidad y legado. Quizás toda esa tortura y desaparición nunca enjuiciada, nunca asumida, nunca interpelada, contribuya a explicar la sorprendente desafectación de los jóvenes por la política convencional que hemos presenciado en estas dos décadas, así como la fuerza con que irrumpe la legitimación ética de los movimientos estudiantiles que hoy día vivimos.

Pero está la presencia de Carlos y está también la ausencia de Carlos. Las presencias imponen sus condiciones, las ausencias han de ser asumidas por otros. La ausencia de Carlos es el reclamo de que querríamos que estuviera vivo, aquí con nosotros. Es una ausencia que nos conmociona y que nos ha de seguir conmocionando. Una ausencia que nos deja desolados y desconsolados. Es una pérdida que sobrepasa nuestra comprensión. Si intentáramos encontrar sentido, conscientes del absurdo abismal de la muerte de tanto joven excepcionalmente valioso producto la iniquidad desplegada por un poder absoluto, quizás hemos de pensar primero en proteger a nuestros jóvenes de hoy y de mañana. Hemos de pensar cómo hacer para que no sea posible que un grupo social, político o económico juegue el juego de la democracia mientras los resultados les resulten favorables, pero no trepide en dejar de jugarlo e inste a un golpe de estado apenas comienza a perder. Cómo hacer para que nuestra patria en el futuro permita a nuestros mejores jóvenes que, como Carlos Lorca en esa hora señalada de nuestra historia reciente, quieran poner su inteligencia y voluntad al servicio de la causa de los más desposeídos, encuentren los cauces para hacerlo. Que no sea posible que desde el propio Estado chileno se les persiga, se les acalle, se les dé muerte. En el incipiente debate actual, si nos preguntan cuál debe ser el principal objetivo de un nuevo sistema educacional, quizás nuestra respuesta, sin un ápice de ironía, debiera ser que un nuevo sistema educacional debe tener como principal objetivo que nunca más sea posible un golpe de estado en Chile, que tengamos una ciudadanía tan sólida en sus convicciones de respeto a lo humano en sus múltiples expresiones, que haga imposible la existencia de explotadores, de torturadores, de dictadores. Que en esos jóvenes sanos, inteligentes, sensibles, generosos, del futuro pueda tener miles de nuevas oportunidades de seguir viviendo, nuestro querido Carlos Lorca.

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