Lecciones británicas

Los electores del Reino Unido finalmente dieron su veredicto. Fueron 649 escaños de los actuales 650 que componen la Cámara de los Comunes, la cámara política del régimen parlamentario británico, los que se han repartido de acuerdo al tradicional sistema electoral mayoritario de distritos uninominales, conocido en inglés como first-past-the-post. Un sistema que sustenta un régimen tradicionalmente bipartidista dominado desde el siglo XIX por liberales y conservadores (“tories”) y posteriormente por conservadores y laboristas. En este sistema el candidato del distrito más votado es electo no importando la votación obtenida por el resto de sus contendientes, aquí “el ganador se lleva todo”. Como era previsible según las encuestas, los conservadores del carismático David Cameron obtuvieron la primera mayoría; sin embargo, no fue el resultado contundente que esperaban. Los tories obtuvieron 306 escaños, 97 más que en las elecciones del 2005 pero insuficientes para alcanzar los 326 de la mayoría absoluta. Por su parte, los laboristas del primer ministro Gordon Brown obtuvieron 258 escaños, 91 menos que en las elecciones del 2005. Por último, y a pesar de las auspiciosas proyecciones electorales, a los liberales-demócratas no les fue nada de bien. Sólo obtuvieron 57 escaños –capitalizando una perdida de 5 con respecto al 2005- pese a obtener un 23% de las preferencias. Es precisamente esta deficiente representación de los partidos menores –propia de los sistemas mayoritarios puros- la que es denunciada por Nick Clegg y sus liberales-demócratas quienes postulan su modificación hacia uno de tipo proporcional como núcleo de su programa electoral.

Los tories no lograron canalizar el descontento hacia la actual gestión laborista, en el poder desde 1997. Incapaces de alcanzar la mayoría de escaños necesaria para formar gobierno por sí solos están obligados a formar una coalición si no desean buscar apoyos circunstanciales en cada votación. Es la primera vez desde 1974 que no había un parlamento “colgado” salido de las urnas; es decir, sin un partido claramente mayoritario. En esa ocasión, los conservadores del entonces premier Edward Heath habían obtenido 297 escaños y los laboristas 301; sin embargo, su incapacidad de llegar a acuerdo con los liberales-demócratas puso fin a su gobierno y devolvió al histórico líder laborista Harold Wilson al número 10 de Downing Street, al frente de un gobierno de minoría. Esta vez Cameron no desea repetir el error de Heath y pareciera dispuesto a ceder en las posturas tradicionales de los tories para llegar a una alianza con los liberal-demócratas, comprometiéndose a revisar el sistema electoral y a no aplicar recortes drásticos al gasto público. Pero son muchos los temas que dividen a ambos partidos: inmigración, relaciones con la UE, políticas económicas. Sin embargo, tampoco se vislumbra fácil un acuerdo entre liberal-demócratas y laboristas a quienes el partido de Clegg critica el oneroso salvavidas entregado al sistema financiero local.

Con estos resultados, el laborismo británico finaliza un ciclo que comenzara en 1997 con la amplia victoria de Tony Blair y su proyecto del New Labour que puso fin a 20 años de gobiernos conservadores marcados por las reformas neoliberales de la Dama de Hierro. Blair, hijo predilecto de la Tercera Vía de Anthony Giddens, estuvo una década al frente del laborismo británico encarnando el intento de conciliar las políticas de libre mercado con las históricas luchas de la socialdemocracia. Una vez en el poder privilegió las reformas económicas de corte conservador otorgando, por ejemplo, autonomía operacional al Banco de Inglaterra, cumpliendo a rajatabla su compromiso de no subir los impuestos y favoreciendo los equilibrios presupuestarios por sobre las tradicionales políticas redistributivas laboristas. Esta nueva versión del laborismo asumía como propios los objetivos económicos centrados en el control de la inflación que había establecido Margaret Thatcher en los 80. Sin embargo, esta política económica fue posible gracias a las condiciones económicas de los 90 que redundaron en un incremento general de la calidad de vida de los votantes y una considerable alza de precios en el sector inmobiliario. La actividad frenética de la City –centro financiero londinense- generaba en esos tiempos suculentos ingresos por concepto de impuestos, lo que permitió al gobierno laborista aumentar sus gastos en educación y salud, subir las pensiones del sector público y los salarios de médicos y directores de servicios, incluso llegando a expandirlos. El desempleo parecía controlado en niveles inferiores a los de Europa continental. Todo ello, ¡oh milagro!, sin subir los impuestos a las personas ni aumentar el déficit público. El artífice de este plan no era el carismático Blair, quien se reconocía lego en materia económica, sino su viejo conocido James Gordon Brown a quién había nombrado Chancellor of the Exchequer; es decir, su ministro de economía y finanzas.

Sin embargo, este boom económico escondía dos problemas. Por una parte, la rivalidad larvada entre Brown y Blair; y por otro, el fin de la burbuja financiera que tanta prosperidad había generado. El premier laborista y el entonces ministro de finanzas habían entrado juntos al Parlamento en 1983, compartieron una pequeña oficina y –dice la leyenda- simpatizaron rápidamente. Blair, abogado de Oxford, encarnaba la joven promesa y Brown, sólo un par de años mayor, con un perfil más académico, había llegado a ser Rector de la Universidad de Edimburgo. Sin embargo, la amistad labrada en aquellos años tuvo su crisis al derivar en una dura disputa por el liderazgo del laborismo a la muerte de John Smith en 1994. En las semanas siguientes, Blair se pondría fácilmente al frente del laborismo, tenía sólo 41 años.

Más allá de las críticas a las políticas del New Labour, tan cercanas a los principios neoconservadores en materia económica y a la política exterior de George W. Bush, reflejada en el apoyo de Blair a la Guerra de Irak contra la opinión mayoritaria de laboristas y británicos en general, debemos reconocer que el entonces Primer Ministro logró algunas reformas institucionales importantes como la creación del Parlamento Escocés y la Asamblea Nacional de Gales, el fin de los puestos nobiliarios en la Cámara de los Lores y los Acuerdos de Viernes Santo que pusieron fin al conflicto en el Ulster.

El panorama económico era auspicioso hacia el 2005, cuando tuvieron lugar las últimas elecciones generales. Los impuestos equivalían al 37 % del Producto Bruto Interno (en Francia representaban el 46 % y Alemania con un 42 %); sin embargo, el nivel de vida británico había sobrepasado el de Francia y Alemania mientras que la inflación solo llegaba al 2,5 %. Hacia finales del gobierno de Blair, el sector financiero constituía un 10% del PIB (casi el doble de la década anterior), era el origen del 40% de las utilidades corporativas y la fuente de más del 20% de la recaudación fiscal. Pero tal como lo señalara Marx “todo lo sólido se desvanece en el aire” y el ciclo virtuoso de la economía británica terminó abruptamente con la crisis financiera internacional. Blair dejó el liderazgo laborista el año 2007, justo a tiempo para que su sucesor Gordon Brown recibiera de lleno el golpe del descalabro financiero. La salida de Blair no fue fácil y Gordon Brown, con reputación de hombre honesto e inteligente, no sólo debió enfrentar la crisis que se cernía sobre la economía británica sino que además le correspondió encarar problemas que minaron su popularidad, entre los que resaltaron el escándalo de los gastos excesivos de parlamentarios (conservadores y laboristas) en la Cámara de los Comunes y el extravío de las bases de datos de millones de contribuyentes.

Gracias a la crisis y con un PIB muy disminuido, el gabinete de Brown debió hacerse cargo de un rescate a la banca criticado duramente por la oposición, que costó un 25% del PIB sobre una base fiscal mucho menor. La pobreza aumentó y algunos programas sociales debieron postergarse. Los británicos miraron entonces con cierta envidia las economías de Francia y Alemania, todavía basadas en la industria más que en los servicios financieros. Situación inversa a lo que sucedía durante los años del boom financiero en que el presidente Chirac se refiriera con desprecio a la proliferación de mac-jobs (trabajos temporales en el sector terciario) en Inglaterra que invitaban a una nueva ola migratoria de jóvenes franceses al otro lado del Canal. Cabe señalar que actualmente el déficit público británico sólo es superado en Europa por Grecia, España, Portugal e Irlanda.

Así termina el último milagro económico británico. El paraíso local de bajos impuestos, gasto público expansivo, baja inflación y bajo desempleo dará paso previsiblemente a un futuro de mayores impuestos, drásticos ajustes fiscales y alto desempleo. Sin embargo, la decepción del electorado británico con el laborismo pareciera insuficiente como para haberse arrojado masivamente en brazos de los conservadores. Aún permanece fresco el recuerdo de los difíciles años del thatcherismo, con huelgas reprimidas, privatizaciones y drásticos recortes presupuestarios que redundaron en un aumento de la pobreza pocas veces vista en Europa.

La experiencia de la Tercera Vía dejará, sin lugar a dudas, lecciones para quienes desde la socialdemocracia creyeron ver en el Nuevo Laborismo de Blair y también en el Nuevo SPD del ex canciller Schröeder algo más que experimentos propios de economías desarrolladas en ciclos económicos expansivos, que aunque interesantes no tendrán mayor proyección en el tiempo. El liberalismo económico, aún hegemónico pese a la reciente crisis, sigue teniendo incompatibilidades con cualquier modelo de Estado de Bienestar que consagre derechos sociales para los trabajadores y sectores medios, asegurándoles condiciones materiales mínimas a sus ciudadanos. Éste modelo requiere para su funcionamiento de cargas tributarias progresivas y activos estatales capaces de generar recursos económicos suficientes para el otorgamiento de servicios públicos con estándares de calidad. Cuando se pierde este eje fundamental y se le remplaza por la búsqueda a toda costa del control de la inflación y los equilibrios fiscales, pronto se estará administrando un modelo económico ajeno. Así lo van comprendiendo muchos en la izquierda europea y debiera también ser asumido por las fuerzas progresistas de otras latitudes.

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