Legitimidad de origen, legitimidad de ejercicio

En la página editorial de El Mercurio del domingo 6 de Diciembre, se hace referencia a la supuesta solución de la crisis hondureña mediante la elección de un nuevo presidente de la república. Se barajan aquí dos interesantes conceptos: el de la legitimidad de origen de un mandatario y el de su legitimidad en el ejercicio de sus funciones.

Se entiende el primero como la condición alcanzada mediante un proceso eleccionario que, a su vez, se legitima por ser un acto libre, secreto e informado. Durante el desarrollo de una democracia en forma estas características de legitimidad de una elección son posibles de obtener. Sin embargo, unos comicios que se llevan a cabo bajo un régimen de facto como en el caso hondureño reciente dejan, al menos, una duda razonable.

Respecto a la legitimidad de ejercicio, es decir, si el mandatario se ajusta a derecho durante el cometido de sus funciones y se atiene a la Constitución, parece ser un juicio cuya formulación presenta mayores complicaciones que el concepto anterior. La determinación sobre si un gobernante ha sobrepasado sus facultades constitucionales normalmente se lleva cabo mediante un juicio político. Sus detractores dirán que el mandatario violó el espíritu y/o la letra de la Ley y, obviamente, sus partidarios afirmarán lo contrario. Las cartas fundamentales prevén, por lo general, mecanismos de destitución mediante acusación constitucional (impeachment, en la política norteamericana) que debe ser dirimida en el seno de otro organismo de elección popular: el Congreso. Si la acusación es capaz de recoger los votos necesarios, normalmente un quórum calificado relativamente alto para obtener la destitución de un mandatario ello procede y, supuestamente, no debería haber mayor drama. Pero ¿Ocurrió esto en el caso de Zelaya? ¿Contemplaba la Constitución hondureña los mencionados mecanismos? ¿Fue votada una acusación constitucional en su contra? A juzgar por la violencia con que se llevó a cabo su destitución, la respuesta parece ser negativa.

Sin duda, es un tema candente para nuestro decano de la prensa que, al parecer, ve con preocupación la emergencia en la región de gobiernos no afines a sus convicciones ideológicas hacia los cuales no escatima críticas e interrogantes sobre la legitimidad de su ejercicio.

Pero también puede haber algo de fondo en su postura que tiene raíces históricas. Para nadie es un secreto que el decano fue central en la creación del ambiente de caos que llevó al derrocamiento del Presidente Allende en septiembre de 1973, en vista de la nula posibilidad de obtener los 2/3 de quórum parlamentario para proceder a una destitución presidencial mediante el mecanismo constitucional vigente.

El corolario fatal del relato hondureño podría ser una nueva modalidad para la política latinoamericana: derrocar por la fuerza un gobierno que no nos agrada y luego llamar a elecciones.

Diciembre 2009

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